Cerro Murriano. El cielo amigo.
“Vagas estrellas … No creía volver, como solía, a contemplaros resplandecer…" (Leopardi, Le Ricordanze)
Cerro Murriano. Hostal Equis, jueves 27/03/2025 (21:30 h)
Todo sigue igual, la plaza vacía, el mismo cielo, tal vez más limpio que en octubre del pasado año, más claro, más decidido a ser una compañía amiga para un camino que busca la continuidad con el pasado. Salgo confiado, en mi primera etapa. Estoy donde con Simone hace casi cinco meses nos separamos, donde resonó mi nombre haciendo que me volviera, para un último adiós. Aspiro el aire fresco de la mañana, el suave aroma del azahar, hago acopio de la luz que clarea, me envuelvo de la ciudad que despierta.
Las calles me llevan a recuerdos de los días de mi partida. Pero no es eso lo que busco, hoy no, hoy quiero llegar al límite, al lugar donde sigue el camino y donde yo quedé varado, detenido en mi imposibilidad para continuar. Quiero romper esa frontera invisible, adentrarme más allá de lo que fue mi impotencia, derribar ese muro que tengo en la mente. He salido del hostal de madrugada, todavía la luz dudaba de si ser luz o penumbra. Cuando esta mañana he ordenado la mochila, he sujetado la concha de Simone con un cordel rojo, un gesto que para mí me transforma, me convierte en peregrino, me lleva a este modo de vida peculiar, precario y nómada, de necesidades sencillas y elementales. Una concha de peregrino en una mochila es una declaración de principios, proclama que no eres un turista, que tienes un compromiso con el camino; sabes que tus pasos no serán fáciles, asumes que vas a tener que hacer sacrificios, que habrá días difíciles y que tú los soportarás sin quejarte, porque has elegido vivir así.
Calle Alfonso XII, esquina con la calle Francisco de Borja Pavón, allí está la placa indicando el itinerario del camino, fue el lugar donde murió mi sueño en octubre. La rebaso con una emoción difícil de definir y me dirijo hacia la Iglesia de la Magdalena que se vislumbra al final de la calle, he roto el límite, he traspasado la frontera, he vuelto de nuevo al camino. Ahora solo tengo que seguir las demás señales, dejar atrás una gran ciudad, adentrarme en lo inédito, Sierra Morena está frente a mí, son subidas y pendientes hasta Cerro Murriano. El primer desafío, lo acepto, el secreto es ir disolviendo las dificultades que van surgiendo con la paciencia de quien sabe que cada paso es una victoria, cada kilómetro una superación, mantenerse es ganar la partida. Se atribuye al poeta Ovidio una frase que reza así: “la esperanza hace que el náufrago agite los brazos en medio de las aguas, aunque no vea tierra por ningún lado”, la esperanza de llegar, de conseguirlo, está en mi mochila, como uno más de los enseres que me son necesarios. Espero no perderla u olvidarla, como a menudo pierdo o dejo olvidados algunos de los utensilios de mi equipaje.
Córdoba, a medida que recorro las calles de los barrios marginales, se va disolviendo, voy llegando a los espacios abiertos, a lugares donde solo hay algún que otro chalé o alguna casa aislada. Mi paso es regular, sin prisas, cruzo como para hacer definitivo el abandono de la ciudad el puente romano sobre el arroyo de los Pedroches, el verde ya lo inunda casi todo, al fondo los campos de cereales, cubren el terreno como una alfombra.
Saliendo cerca de la Mezquita-Catedral me ha parecido ver a un peregrino con su mochila, pero ha desaparecido, iba delante de mí. Posiblemente, haya entrado en algún bar para desayunar. Cruzando por debajo de una autopista encuentra el trazo casi rectilíneo de la pista, la Cañada Real Soriana, me encamina a una urbanización, Paraíso Arenal a casi ocho kilómetros de Córdoba; en la travesía me cruzo con un bar, con una terraza tentadora para un descanso, y para un café, que nunca está de más, cafetería los Jardines del Cardador, sugestivo nombre que termina con mis dudas si las hubiera tenido, unos minutos de reposo antes de comenzar a adentrarme en la sierra, en la subida que promete ser dura. Aprovecho para emborronar algunas páginas de mi nuevo diario, con notas de ayer y de mi salida de Córdoba, “scripta manent, verba volant”. Traducido libremente sería: no me fío de mi memoria. Mientras sorbo el café y garrapateo algunas líneas en el diario, cruza frente a mí, por la acera al otro lado de la carretera, el peregrino que me desapareció saliendo de Córdoba, hay vida en el camino, me digo a mí mismo.
Un kilómetro y medio más allá, caminando por una senda, entre la típica vegetación de la sierra, encuentro un indicador a la ermita de Nuestra Señora de Linares, puedo distinguirla en la distancia, a través de la espesura del bosque, la espadaña con su campanario, sus tejados rojos, sus paredes encaladas, el misterio de un lugar sagrado. No está en mi dirección, así que decido seguir, me espera el camino que quiero hacer sin dilación. Media hora más tarde me topo con el primer aviso de lo que van a ser los próximos kilómetros, una pendiente que sube casi escalonada, una senda rota por los arroyos que la lluvia ha roído y dejado como profundas cicatrices que desnudan las rocas. Me envuelven las encinas, las jaras, las retamas, los pinos, el aroma de la primavera, los múltiples colores de las flores punteando el verde de las matas, el esfuerzo se acompaña de belleza y esto siempre es un alivio, el mejor bálsamo para encarar la dificultad. Y la dificultad tiene nombre, la “Loma de los Escalones”, el antiguo camino romano entre Corduba y Emérita Augusta, una ruta hollada tiempo atrás por legiones guerreras, luego vía mercantil del cobre y de otros minerales y ahora vía pecuaria, aunque sería mejor decir vía de senderismo y deportistas. En algunos tramos el camino está tallado en la misma roca, como una herida que se abre paso entre tanta estrechez, entre rocas plegadas como capas de un hojaldre. Al terminar la subida se accede a una meseta y a un sendero que trascurre entre un bosque de pinos y encinas. En una de sus laderas hay un saliente rocoso que permite contemplar la extensión de terreno en la que Córdoba se puede adivinar a lo lejos entre una bruma caliginosa, una última visión de la ciudad. Cuando me adentre en el bosque desaparecerá del panorama que me rodea, aunque quedará en mi recuerdo.
Llego a lo que parece el final del tramo de la Loma de los Escalones, pero no de la subida, el camino se estrecha, sigue ascendiendo hasta que cruzo la carretera para encontrarlo unos cien metros más allá, aligerando algo la pendiente, pero continuando una remontada en varios repechos. La etapa hasta Cerro Murriano se me aparece como un Viacrucis, un penitente que hace sus estaciones parando ante cada uno de los “misterios” del recorrido. Mis “estaciones” se van sucediendo, mis paradas se hacen más necesarias, tras la Loma de los Escalones una música conocida se va apoderando de mi cuerpo, al principio como un lento adagio que me recuerda mi fragilidad, una sensación que poco a poco deriva a un crescendo y acaba con una apoteosis final.
Me atenaza el dolor en la rodilla, castigada por la dureza de estos últimos kilómetros; siempre son los últimos, los que matan, los que crean ansiedad y soliviantan los esfuerzos, mi fantasma se me aparece. Aunque más que el dolor, lo que realmente me paraliza es el temor a tener que renunciar a esta empresa, a este camino y a este regreso recién estrenado. No es solo algo físico, localizado en una parte de mi cuerpo, también es un sufrimiento que crece a cada paso y se alimenta de mi miedo, encuentra refugio en mis pensamientos más sombríos, en el recuerdo de lo que sucedió en el anterior camino. Me paro a descansar y a calmar los negros presentimientos que golpean en mi cabeza, ordenar esta confusión que me ahoga más que el cansancio que he acumulado en la subida.
El antídoto a este hundimiento, es mi vieja filosofía del “no llegar”, yo no quiero llegar, me repito a mí mismo, solo quiero descansar unos minutos y convencerme de que no tengo necesidad de llegar, de que no hay prisa por acabar la etapa; este resquemor es solo una dificultad insignificante más entre otras que habrá. Mi vieja filosofía del “no llegar” resuena como una oración, un mantra en mi mente, y parece que el engaño funciona. Al cabo de un rato de descanso, puedo reanudar mi camino, sosegado y lento, pero decidido, hasta el collado para luego iniciar la bajada, la senda que paralela a la carretera me lleva a la rotonda, donde unas enormes letras me dan la bienvenida: “Cerro Murriano”. Solo queda localizar el Hostal Equis, allí tengo hecha la reserva para hoy. En ese hostal “voy a no llegar”.
Cerro Murriano no es propiamente un pueblo, es una pedanía de Córdoba, una carretera atraviesa de punta a punta la localidad y a lo largo de ella se distribuyen restaurantes, bares y establecimientos para alojarse. La base militar que se encuentra muy cerca proporciona un plus de población, una riqueza social que se nota a simple vista, encuentro grupos de jóvenes que charlan animadamente, niños que regresan con sus madres del colegio, parece que la vida social aquí no es un problema.
El restaurante del Hostal Equis es un espacio familiar y acogedor, está abarrotado de gente, es la hora de comer, todas las mesas están ocupadas, los camareros no dan abasto. Tengo que esperar a que me atiendan, el propietario, Juanjo, me da las llaves de la habitación y me indica la escalera por la que se accede a las estancias en el piso de arriba. Quedamos para más tarde, hacer el registro y para que me selle la credencial, cuando con menos gente, pueda encontrar una mesa libre. Distingo en un rincón al peregrino que encontré en la salida de Córdoba, solo en su mesa, enfrascado leyendo algo en su móvil. Lo saludo con un gesto de la mano, tengo ganas de llegar a mi habitación, disfrutar de la ducha, instalarme y luego, tiempo habrá de vernos y charlar un rato.
Una puerta acristalada da paso a un pequeño vestíbulo que enfrente tiene otra puerta que permite salir a la calle, y a la derecha unas escaleras que suben a las habitaciones, así los huéspedes tienen acceso a una salida sin necesidad de pasar por el restaurante. Arriba las estancias se distribuyen a lo largo de un pasillo decorado con fotografías de Robert Kapa; conocía la devoción, por comentarios en Gronze, del dueño del hostal hacia este fotógrafo y con razón, porque en Cerro Murriano se ubica el nacimiento del moderno fotoperiodismo de guerra. El 5 de septiembre de 1936, Robert Kapa, capta imágenes impensables hasta ese momento de un conflicto bélico, la batalla de Cerro Murriano queda para siempre ligado a su nombre, a su intuición por creer que la fotografía es un alegato poderoso para denunciar y ser testigo de un momento histórico.
Dejo mis bártulos en la habitación que me han asignado y una ducha me devuelve el tono que había perdido durante la subida en los últimos kilómetros. Regreso al comedor, la mesa que ocupaba el peregrino está libre, está abonando la cuenta en la barra de recepción. Me siento en el lugar que ha dejado desocupado, cuando se dirige a su alojamiento repara en mí y se acerca, se presenta como Fernando, de Santander y le invito a sentarse y a charlar un rato para cambiar impresiones. De unos cuarenta años, aspecto nórdico, pelo corto tirando a rubio, tez blanca, rostro ancho, ojos claros; tiene intención de llegar a Santiago de Compostela y está preocupado por las crecidas de los ríos que nos vamos a encontrar en las etapas venideras. Amigos peregrinos le han enviado fotografías de estos últimos días, de las crecidas de los ríos y visto así me parece inquietante. Vuelvo a recordar mi lema “day by day”, ya nos preocuparemos mañana, hoy no es necesario.
Inoportunamente apenas hemos intercambiado impresiones de la etapa, llega el camarero con mi plato de comida y discretamente Fernando se despide.
— Tal vez nos encontremos mañana, me comenta con una voz que parece un susurro.
— Tal vez - le contesto.
— ¡Buen camino!
— Sí. ¡Buen camino! - le digo mientras desaparece por la puerta que sube a las habitaciones del hostal. Es seguro que mañana no voy a coincidir con él, sé que esto es una despedida, un encuentro fortuito de tantos como probablemente voy a tener en días venideros.
Como en el juego de la oca, un símil a decir de algunos del Camino de Santiago, avanzo una casilla, la primera. Bajo un cielo amigo cargado esta noche de estrellas que guían mis pasos empiezo mi partida, el mismo cielo que me despidió en noviembre ahora anuda pasado y presente, continuidad en el tiempo. Cinco meses esperando, tanteando, recuperando la confianza, preparando el desafío. La primera etapa, el primer envite, abre expectativas, inquietudes e ilusiones, estoy en el camino, eso es lo único que importa. No he venido a perder, he llegado hasta aquí para probarme o para convencerme de que la voluntad puede estar por encima de la evidencia, o de la suposición. Voy a comprobar de primera mano si en verdad estos son los últimos días de un peregrino, si las etapas futuras serán la confirmación de un final, o el comienzo de una manera particular de seguir engañando al tiempo. Mis sueños tienen forma, son precisos, visibles y concretos, como las estrellas brillantes de esta noche en Cerro Murriano que marcan indefectiblemente un norte.
Un peregrino, no pide un camino fácil, pide fuerzas para caminarlo con dignidad. ¡Ánimo!