Diario del Camino Mozárabe. Alcaudete, un camino que no tiene fin.
“Al fin y al cabo, este viaje no va a terminar nunca.” (Pequeño fracaso, Gary Shteyngart)
Alcaudete, en el SpaRueda; 26 de octubre a las 8:30 de la tarde.
Despierto como todos estos días a las siete cuando suena la alarma del móvil. En el apartamento hay otras habitaciones, pero hoy estamos solo Simone y yo. Ella se levanta animosa y va a preparar su desayuno y por lo que veo también el mío, aunque no tengo café. No se ha olvidado de su “Good morning” que es para mí como un chute de energía cada amanecer. He descansado toda la noche y el “apagón” de ayer parece que ha quedado atrás. Amanece un día gris, con jirones de nubes que, de momento, no son amenazantes.
Preparo mi mochila, noto que Simone me observa de reojo, seguro que está calibrando mis fuerzas para la etapa hasta Alcaudete, siento que un escáner humano me está analizando. Procuro sonreír, es mi reacción cuando no sé qué decir; no creo que le convenza mi gesto un poco forzado, soy un mal actor. Parto el primero y nos convocamos para vernos quién sabe dónde, tal vez a lo largo del camino o tal vez al final de la etapa, “see you” en inglés como en español es lo suficientemente ambiguo como para no dar más concreciones. Nuestros encuentros durante la etapa pueden darse o no, ir en solitario fue un pacto en nuestra primera etapa juntos, de eso hace, me parece, siglos. Si salgo el último es más difícil que me encuentre con Simone, pero normalmente me encuentro con ella, tiene esa costumbre de parar y quedarse quieta, rematando el desayuno o simplemente dejando que su mente abandone su cuerpo y vague en el paisaje. Simone tiene algo de gato, cuando la escucho hablar holandés por teléfono ronronea igual que un felino.
Vuelvo al camino, repuesto, al menos eso creo. Al salir las calles están mojadas de la lluvia de anoche y tal vez según la previsión del tiempo volvamos a tener lluvia hoy. A estas horas las calles están solitarias, tienen una desnudez que se ofrece, casi impúdica, la ciudad me pertenece. Paro en una pastelería y veo unos dulces que me llevo para complementar el café que pienso tomar en el bar “Madrid”. Quizás esté falto de glucosa, sea como sea es energía para la etapa de hoy que no promete ser fácil.
Alcalá la Real es una de esas poblaciones que quedan entre ciudad y pueblo. Siguiendo las indicaciones del camino cruzas unos barrios que poco a poco van perdiendo esa peculiaridad urbana y se convierten en algo indefinido, marginal y periférico. Hasta que llego al puro camino, con olivares incluidos que ya se han hecho habituales en nuestro deambular. Contemplo el camino que he dejado tras de mí y compruebo que el sol está a punto de aparecer sobre el horizonte, una luz como una promesa que aleja temores. Voy por una senda que transcurre entre suaves colinas, en un espacio abierto a las vistas, cómodo para ir caminando.
Y así durante varios kilómetros hasta Puertollano, una población pequeña, como una aldea de paso. Llego a una parada de autobús y me siento en uno de los bancos que hay junto a la carretera. Un descanso no viene mal. Entonces aparece Simone y me invita a comer un plátano. Es agradable estar aquí sentados mientras frente a nosotros una mujer mayor está vareando un nogal y recoge las nueces, nos ofrece algunas con una amabilidad que es una acogida; las incorporamos a nuestra merienda. Tiene en la fachada de su casa una enorme bandera española y se me ocurre comentar a Simone que el himno nacional español tiene una letra que es muy fácil de cantar y que suena tal que así “Taan ta chan chan…”. Me mira asombrada y ríe. Le pregunto cómo es el himno holandés y se pone la mano sobre el corazón y lo canta con toda solemnidad… el ronroneo es indescriptible. Hace unos días, mientras nos despertábamos en Moclín, me puse a entonar el himno de Mallorca, “La Balanguera”. Debió pensar que estoy un poco loco, y no se equivoca.
Continuo el camino que me devuelve de la carretera de asfalto a una pista de tierra que transcurre paralela, entre olivares y ondulaciones del terreno. Hasta un paso que atraviesa un río sin corriente, un extraño lugar que pasa por debajo del puente y recobra el camino subiendo un talud que parece improvisado. Cruzando el puente por el lecho del río, veo una pintada que pone “Viva la Virgen de la Cabeza”, desentona entre otras más anodinas o clásicas, “Buen Camino” por ejemplo. Esta tierra no deja de causarme una perplejidad que me maravilla y me renueva. ¿Quién va a un lugar tan sórdido a reivindicar una devoción mariana?
Espero llegar pronto a las Ventas del Carrizal, la única población que tenemos hasta nuestra meta en Alcaudete. El paisaje se abre a un macizo del que desconozco su nombre, el panorama es amplio, siguen los olivos, eternos, inasequibles hasta el horizonte. Hago una parada en uno de los bares al borde de la carretera cuando llego a la población. Al cabo de un rato reanudo el camino y presiento que Simone no se encuentra lejos. Mi intuición no me engaña, está casi a las afueras del pueblo, inmóvil y sentada en un banco de piedra, en lo que parece una plaza perdida y olvidada. Puesta ahí, improvisada como si no supieran llenar este espacio de otra manera, unos bancos, unos árboles y unos murales pintados en las paredes; una visión idílica de la vida, bucólica, inexistente. Ese arte popular pactado con las autoridades que da, o eso creen, categoría al pueblo que día a día se va vaciando de vecinos, gente que va a buscar una mejor vida en otros lugares. Recuerdo una pintada, hace años, en una estación de un pueblo cercano a Jaén, “El último que cierre y tire la llave”. La España vacía o vaciada está ahí, lo he visto en tantas poblaciones, en tantos caminos. Una nada que lo abarca todo, una ausencia inútil, una historia perdida en la memoria.
Pero esta vez Simone sale antes que yo. No puedo llevar su paso y no quiero retrasarla. De los veintitrés kilómetros de hoy me quedan unos doce, los últimos, los que hieren y matan. Sé que voy a llegar, hay una decisión inapelable que me da fuerza, en Alcaudete nació Carmen, mi mujer, y en visitas posteriores a este pueblo me he familiarizado con sus lugares más emblemáticos, el castillo y el Santuario de la Fuensanta. Los olivos me acompañan, y también los versos de Miguel Hernández:
Cuántos siglos de aceituna
Los pies y las manos presos
Sol a sol y luna a luna
Pesan sobre nuestros huesos
Aunque lo que me preocupa en este momento es la lluvia; tengo que sacar mi impermeable y tenerlo a mano, el cielo se ha ennegrecido, amenazante. Reencuentro a Simone que ya se ha puesto el suyo, y que sonríe como si se encontrara en su elemento mientras se hace el selfi, yo no estoy tan eufórico. Mi meta está casi al alcance de mi paso lento, los últimos kilómetros, los que te ponen a prueba.
Entro por el Santuario de la Fuensanta y por su paseo, majestuosos y cuidado. Hasta el centro donde busco lo que va a ser nuestro alojamiento “SpaRueda”. Otro hostal convencional para personas que se encuentran de viaje, frío y distante; somos los únicos clientes en esta noche oscura y lluviosa. Corredores, pasillos, como un laberinto, que nos llevan hasta nuestra habitación, soledad en los rincones. Vidas que han pasado por aquí y dejan su rastro de polvo y nostalgia. La normativa determina que hay que depositar las llaves en un buzón cuando nos vayamos del hostal.
El tiempo sigue revuelto y no es una buena idea salir a dar una vuelta por el pueblo para aligerar esta soledad y distraer este vacío; imposible escapar de este alojamiento claustrofóbico. Estamos condenados a permanecer en esta habitación de paso, como aves que atrapadas en su viaje al cálido sur no pueden remontar el vuelo. Decidimos quedarnos en nuestro alojamiento y empiezo a considerar la posibilidad de tomar un autobús a Baena; se trata de dar un descanso a mi rodilla para así poder acometer las siguientes etapas hasta Córdoba; no perderme la entrada triunfal y soñada a esta meta. Simone, en principio está de acuerdo, pero se ofrece, por si mi problema es el peso de la mochila; propone cargar con ella, o llevar la comida para aligerar el peso e ir dejándomela en puntos concretos junto a la ruta hasta Baena. No quiero hacer el camino así, le explico, si no es posible quiere decir que esto se ha terminado, yo tengo límites en mi cuerpo, una novedad con la que aprendo a vivir, algo que ella desconoce, al menos en parte. Creo que lo comprende, “day by day” es nuestro pacto, le recuerdo; sus ojos de miel me escrutan, parece que quieren infundirme fuerza, valor, decisión. Solo tengo una tímida sonrisa y un gesto de conformidad con el destino como respuesta. Es suficiente, no sigue insistiendo. De pronto la habitación no me parece tan inhóspita, una calidez me acompaña.
Al final, el plan para mañana es encontrarnos en Baena, ella llegará a pie y yo en autobús. Mi primer autobús en todos estos años de caminos. Irónicamente, pienso si no debería considerarlo un día histórico en mi vida.
Las nubes que esta noche cubren el cielo son como una metáfora de cómo me siento para afrontar estos días que vienen. Imagino que este es el fin, ya no puedo mostrarme optimista y planear llegar hasta Mérida, sé muy bien que ahora no está a mi alcance, en algunas de las etapas, la distancia está por encima de los treinta kilómetros, y me doy cuenta de que en este momento no debo aceptar el envite. ¿Hay honor en la derrota? Puede que haya satisfacción por haber luchado y aguantado. ¿Es este mi límite o me dejo llevar por la senda fácil del abandono? Sé que con el camino uno no puede tirarse un farol, por mucha cara de póker que pongas, es evidente que los límites se imponen a la voluntad. A veces hay honor en reconocer una derrota. O eso espero.
Sin embargo, hoy estoy convencido de que mi viaje a través del camino no va a terminar nunca. Puedo soñarlo, como esos sueños en los que personas que has amado y perdido se te aparecen, y por unos momentos sientes que vuelven a ti, que te abrazan y conversan contigo. Cuando despiertas tienes la sensación de que te han visitado y siguen cercanas, notando su presencia en la sombra de tus pensamientos, en los detalles que se escapan como una nostalgia, en el aire luminoso que hay a tu alrededor, en la quietud de los abandonos y en esa ansiosa necesidad de quererlos hasta lo imposible, lo inimaginable. No, este camino no va a terminar nunca, es inabarcable. Entre otras cosas porque ya es parte de mí y yo le pertenezco.
Ánimo..... y siempre "p'alante".