Diario del Camino Mozárabe. Castro del Río. Solo belleza.
¿Quién soñó que la belleza pasa como un sueño? William Butler Yeats
A los pocos kilómetros de salir de Baena comienza la belleza, los olivos se dibujan hasta donde abarca la vista; me sobrecoge el silencio de estos olivos que viven del sol, del agua, de la tierra y del sudor de quien los trabaja. Verde sobre verde y en el contraste el azul, manchado del blanco y gris de las nubes. He vuelto al camino.
Hay tanto esplendor en el día que me ahoga, me dificulta caminar porque no quiero perder la sensación de estar perdido, abandonado en caminos por los que tantos peregrinos han dejado sus huellas. Como yo dejo ahora las mías.
Nada puede justificar una derrota; con la compañía de estos olivos y con Simone que me va por delante, me siento capaz y seguro de llegar a Castro del Río. Es una cuestión de resistencia, de voluntad, de dominio del dolor en la rodilla que comienza como una queja lejana que se va aproximando igual que una sombra. Voy caminando y alternando pistas de tierra y carreteras, a mi paso, mi mente me dicta ir más aprisa, mi cuerpo me pide moderación y contener ese deseo de consumar las distancias.
Me detengo en un cruce para descansar un poco. Un coche aparece de pronto tras la curva, por como se dirige hacia mí diría que participa en un rally, en una carrera suicida. Al llegar a mi altura frena en seco, una nube de polvo se levanta como una erupción inesperada y el ocupante baja la ventanilla y me pregunta si necesito ayuda. Es un joven con tatuajes en el rostro que se ha extrañado de que yo esté sentado y varado en este rincón de la carretera. Parece un personaje de una de esas películas de Mad Max, pero para mí es un buen samaritano, el mejor de todos, un corazón de oro inesperado, todavía hay esperanza. Estoy tentado a contestar afirmativamente a su propuesta. Pero resisto, sus prisas por llegar a no sé dónde, no son las mías.
Continuo por esa carretera, Simone por wasap me pregunta cómo me va, le digo que estoy bien, aguanto kilómetro a kilómetro, como un preso que cuenta los días para su liberación. Ella me envía una foto de su merienda, la veo devorando un enorme bocadillo lleno de lo que supongo cosas verdes. El mío es de tamaño más reducido y sin ningún color que se parezca al verde. Cortesía de “El primero de la mañana”, el restaurante - bar donde fui a cenar ayer noche en Baena, un bocadillo contundente y generoso en aceite.


Conservamos el humor, al menos Simone que sabe muy bien dónde pinchar para que me duela; por WhatsApp me comenta:
[28/10/24, 11:45:45] Simone: Crazy lunch spot for you😂😂[28/10/24, 11:47:07] Miquel Àngel: When there is hunger, there is no strange place😛
[28/10/24, 11:47:25] Simone: No bar for you🙈
“Extraño lugar para tu merienda” se burla Simone. “Cuando hay hambre, no hay lugares raros” - le contesto. “Hoy te quedas sin bar”, remata ella, como un samurái que decapita a su oponente con un solo golpe de su espada.
A medida que voy recorriendo los kilómetros empiezo a sentir una ligera molestia en la rodilla, mis paradas se van haciendo más frecuentes y al final echo mano de un recurso que no había tenido que utilizar hasta ahora, una dosis de paracetamol, un modo de reducir ese dolor que me hace difícil continuar.
En la carretera pasan como suspiros veloces coches que van y viene de los cortijos cercanos, dejan un reguero polvoriento como la cola de un cometa. Recuerdo los tiempos en los que se podía hacer autostop y alguien con buen corazón paraba. Pero yo tengo que llegar, a pesar de los dolores y a pesar de todo. Me hago una promesa a mí mismo, yo no voy a pedir ayuda, pero si alguien se para no voy a rechazar su ofrecimiento ahora que me estoy viniendo abajo.
A la vista de Castro del Río, a unos tres kilómetros de distancia, encuentro a Simone sentada al borde de la carretera, me pregunta cómo me va y le confieso que no muy bien, pero le aseguro que quiero llegar al precio que sea.
— Y si pides ayuda, me dice, ahí cerca hay una furgoneta.
— ¡Nooo!, le contesto pareciendo indignado por su sugerencia.
Hago un alegato improvisado sobre mi orgullo de peregrino, tengo que llegar, esto ya está a mi alcance… y continuo adelante. En ese momento, la furgoneta arranca y pasa junto a mí, se detiene y el conductor me pregunta si quiero que me lleve hasta el pueblo. Un rotundo “¡Sí”, me sale del fondo del alma. Lo digo sin dudar, aliviado. “Me llegas como anillo al dedo”, le comento a ese joven que ha parado. Me trago mi alegato, mi orgullo y mis palabras, miro a Simone y en su semblante hay cierta condescendencia y noto una sonrisa burlona, seguro que comprende la debilidad humana. Sobre todo la mía.
El conductor es un joven con tatuajes en los brazos y pircins hasta las pestañas; le acompaña un perro grande que empieza a lamerme las mejillas como bienvenida cuando me subo a su furgoneta. Joaquín es un viajero que acaba de llegar de Malasia y como buen mochilero se ha apiadado de mí. ¡En buena hora! El perro se llama Diógenes, según reza en su collar, y Joaquín me explica que su nombre es porque su madre estaba convencida de que él, de joven, padecía el síndrome de Diógenes por esa manía de almacenar y guardarlo todo.
Castro del Río es un pueblo sobre una colina, con una fortaleza o castillo, pero llego sin muchas ganas de recorrer sus monumentos, aparte de que tengo un asunto pendiente que resolver. Debería localizar la estación de autobuses porque fijo que mañana también tendré que tirar de autobús. Hay una noticia de huelga de conductores de autobuses y mientras espero que llegue el bus para aclarar si mañana el horario es el normal tengo una charla con un joven que trabaja en Castro del Río en el reciclaje, Santi. Sentado en uno de los bancos de la estación junto a mí, espera que llegue el bus para regresar a Baena, donde tiene su casa. Le pregunto si le gusta su trabajo y me responde muy diplomáticamente, “hay que vivir”, pero me confiesa que quiere ser escritor, siento que su comentario es como un puente que se tiende para mí desde la confianza, una brecha en los muros que solemos poner a los desconocidos. Entonces comenzamos una conversación de libros y escritores que nos gustan o admiramos, y me sorprenden la variedad de sus lecturas entre las que se encuentran obras de Yasunari Kawabata y de Michel Houellebecq. Cuando nos despedimos su deseo es que ojalá un día nos podamos leer. ¡Ojalá! - le contesto.
El albergue está en la parte alta del pueblo, entre callejuelas llenas de encanto y de alguna que otra iglesia. Cuando llego encuentro a Simone que ya se ha instalado en una de las dos habitaciones que hay en el piso superior. Otros dos peregrinos han dejado sus enseres, uno de ellos en la habitación contigua a la nuestra, el otro en la que nosotros escogemos para pasar la noche.
Con ese misterio nos vamos de compras, en busca de un supermercado abierto que nos provea para tener algo que cenar en la noche. Pero en el supermercado no encontramos lo que buscamos, entre otras cosas pan, y tenemos que ir a comprarlo en otra tienda más alejada del albergue. Simone, que no suele mostrar sus sentimientos de buenas a primeras, parece enfadad, indignada por esas carencias elementales que nos complican la vida. En el norte, también se ofenden.
La sorpresa nos la encontramos al regresar de nuestras compras, una de las camas ocupadas es la de Linda, la hospitalera de Alboloduy, perdida y encontrada, en modo ciclista, una bicicleta en la entrada es un testimonio de su presencia. Regresa a su país. La noche se convierte en una fiesta de reencuentros, una vez más el camino extiende su magia y nos cautiva como un imposible que se hace realidad.
La belleza llega y se instala como un huésped más en el camino. Alguien que te acompaña y permanece junto a ti dócil, llenándolo todo con su presencia. Justificando tus ausencias o tus olvidos, incluso tus carencias. Te ilumina y te conduce de la mano.
Invisible para ojos que no saben ver, que no distinguen el profundo secreto que se esconde detrás de cada suceso y de cada encuentro con otros que también poseen ese brillo en sus ojos para descubrirla. La belleza nos precede, nos envuelve, a pesar de las derrotas. Es nuestra guía, la que nos protege de nuestro fracaso, la que da sentido a todo final como siento que es el mío. Ese final que presentía en Almería y que se ha prolongado como una generosa dádiva durante todos estos días. Convencido de que no se trata de un sueño.