Diario del Camino Mozárabe. Epílogo
“El relato os haré de mi vuelta de tierras de Troya” Canto IX de la Odisea. Homero
Palma de Mallorca. Sábado 2 noviembre 2024. (10:30 a. m.)
Desde el momento en que llegas al aeropuerto para regresar a Palma, sabes que tras esa línea imaginaria terminan días de sorpresas y desafíos. Vuelves a la aparente normalidad de tu vida dibujada en coordenadas de una existencia estable y previsible. Algo de lo que durante estos días has escapado y has evitado durante el tiempo que has estado en el camino. No importa lo que has vivido, lo que has sentido, o lo que has soñado, te espera el tiempo de la desidia, o la continua monotonía. Pero al fin y al cabo es esa tu vida, no puede permanecer perennemente en ese modo de ser tan disoluto, tan precario, con esfuerzos inalcanzables en el tiempo.
Todavía no tengo asegurado el vuelo. Hay noticias de que la DANA de estos días llega a Mallorca y hay la posibilidad de que tenga que recalar en Sevilla, de que se suspenda el vuelo por motivos meteorológicos. Llego con una cierta inquietud por si me veo obligado a demorar un día más mi regreso. Aunque en el fondo hay un consentimiento callado y cierta alegría en caso de alargar un día más este itinerario de ensueño esperando en Sevilla. Finalmente lo único que se atrasa el vuelo a Palma es una hora más. Definitivamente, el destino te quiere en casa.
En mi mochila hay algo impreciso y distinto de lo que son mis pertenencias, están todos los instantes que he guardado en ese registro particular de mi memoria. Regresas rico y recompensado. En la sala de espera del aeropuerto tengo esa apariencia que desentona con la normalidad de un turista que visita Mallorca para unas vacaciones o que regresa a casa tras un viaje convencional. Hay un deje en mi manera de permanecer en el asiento de la sala de espera, una quietud que me delata como un transgresor de la norma, llevo una mochila reducida a lo esencial que contrasta con las maletas y los bultos voluminosos de otros viajeros. Tampoco mi vestimenta es muy adecuada para la ocasión, sigo con esa camisa y esos pantalones que han sido los únicos que he llevado durante veintiún días de camino. Algo que deja un cierto tufo que me señala, aunque me he esmerado en su limpieza.
Pero estás ahí, como Ulises, camino de Itaca, a recuperar tu reino. A enfrentarte a los pretendientes de tu pertenencia más querida, a conservar ese recuerdo que es en realidad tu vida en el camino. Todos los momentos vividos se encontrarán acosados por esa multitud de ladrones y pretendientes malolientes que te acechan con sus propuestas, con sus insinuaciones de falsos aspirantes a tu presencia, con sus mentiras. ¡Bienvenido a casa!
He esquivado los controles, he evitado las ventas fáciles y llamativas que hay hasta el vestíbulo de espera. Sigo siendo un Ulises que supera pruebas, Lestrigones y Circes que embrujan, Polifemos que quieren devorarme, Calipsos que me seducen hasta que descubro sus engaños, vientos que se desatan en todas direcciones, maldiciones de Poseidón. Tengo las bendiciones de Atenea, ese regusto de estos días, y también un encuentro esperado con Nausica que me recogerá como Ulises en una playa desnudo y perdido tras una tormenta en el agitado mar de mi regreso. Nausica o Penélope, perdón, Carmen me acogerá en casa, en mi Itaca. ¿Añoró en algún momento Ulises a su regreso el viaje hasta su hogar? Yo creo que sí.
Un peregrino que regresa a su origen es un ser que necesita una adaptación elemental a la vida ordinaria. Como Ulises, que al llegar solo tiene una acogida cálida, la de Argo, su perro, que no ha perdido esa facultad para reconocerlo, a pesar de los años pasados. Por mucho que alguien esté ahí para un abrazo o para dar la bienvenida, tú no estás en ese lugar. Eres una ausencia, un puro vacío. Una apariencia que mira hacia atrás, hacia el pasado. En mis regresos soy como el pájaro que describe Borges en su “Manual de zoología fantástica” cuando dice que: “construye el nido al revés y vuela para atrás, porque no le importa adónde va, sino de dónde viene.”
Embarcamos, al fin, colas y esperas que se hacen breves y extrañas. Y luego los rituales del avión, el cinturón de seguridad, las salidas de emergencia, las ofertas de la compañía con la que vuelas. Otra vez ¡Welcome! ¿Pero a dónde?
Una pareja joven se sienta junto a mi asiento, estamos en esa zona en la que tienes que vigilar por si es necesario desalojar el avión y en ti recae la responsabilidad de abrir la compuerta en caso de emergencia. Les comento a estos jóvenes que comparten conmigo los asientos que no esperen mucho de mí. Soy incapaz, si llegara el caso de abandonar por alguna razón el avión, de recordar todas las normas y disposiciones que nos acaba de explicar la azafata. Solo soy un derrotado que quiere volver a casa y me sobran las responsabilidades. La única recompensa de estar en este lugar es que puedo estirar las piernas y relajarme sin encontrar frente a mí un asiento como un muro.
Aterrizamos, siento ese ligero temblor que vuelve a conectar tu vida con tu tierra. Ahora sí se cierra el círculo. Seguro de que Itaca está bajo mis pies y Penélope cercana, todo vuelve a ser una cotidiana proximidad de lo conocido, ese aeropuerto que es también un laberinto del Minotauro. Caminando por sus corredores y sus pasillos, temes que el monstruo se aparezca en cualquier momento. Por suerte, no tengo que esperar la llegada de maletas en la cinta para viajeros. Todo lo que tengo lo llevo a mis espaldas y algo más en algún lugar de mi memoria, esperando que permanezca perenne e intocable.
Hoy no tengo a nadie que me reciba a mi llegada; unas extrañas circunstancias me han privado de ese comité de bienvenida. Me siento más identificado con Ulises, no son diez años los que me separan de mi tierra como a él, ni tantas vicisitudes vividas, pero veintiún días en el camino dan para llegar y sentirme un extraño recuperando el alma que divaga en los días pasados. Tengo que tomar un taxi, y en la cola, tras la espera, el vehículo que me adjudican es una enorme furgoneta como para diez personas. Declino la propuesta, el coordinador de taxis me dice que es el que me ha tocado. Ni loco me meto en ese monovolumen que está pensado para transportar un equipo de baloncesto o de lo que sea, ya me basta la soledad que siento como para encima escenificarla en un espacio desproporcionado. Miro a la pasajera detrás de mí que va a tomar el siguiente taxi y supongo que en la desesperación de mi mirada está dicho todo. Me invita a ir con ella en un taxi de los normales, el estándar de taxi. Así que mi regreso en taxi es también con una desconocida que resulta una simpática compatriota de la isla que vuelve de un viaje de turismo y de visitar a su hijo que vive en Sevilla. Es el equivalente para mí de Argo y con la que puedo volver a conversar en mi lengua mallorquina. No es una vuelta tan solitaria, alguien me ofrece su compañía. Y parece que me reconoce como próximo. Argo.
El camino empieza cuando sales de tu casa y termina cuando regresas a ese portal por el que no hace tanto, me convertí en un buscador de aventuras, de lo desconocido. Definitivamente, en este portal el camino acaba también aquí, cuando el taxi arranca y me deja frente al edificio en esa calle de una ciudad con nombre, mi casa. Mi casa es una nostalgia que está repartida en los caminos de estos días. Mi casa es un regreso involuntario, pero es mi origen y como esos animales que recuerdan su origen, vuelvo aquí. De momento el cuerpo, el alma irá llegando a trozos, en una entrega a plazos estos días.
También hay un ritual para esa vuelta sin retorno. Vaciar la mochila, la ropa directamente a la lavadora, la ducha, como en el albergue, pero sin albergue. Te resitúas, te recolocas, casi todo lo que haces empieza por “re”. Reencuentras tus cosas, tu vida, bueno no la de estos días, pero algunos retazos de tu vida que reconoces como tuyos. Y Penélope está aquí, la acogida, sus brazos, sus sinceras palabras de añoranza. Esa sí es mi casa, y el camino no puedo competir con eso.
Mi pensamiento vuela hacia Simone. Hoy comienza lo que llama su camino segunda parte, en solitario. Empeñada en llegar a esa meta que se propuso en el comienzo, Mérida. Siento una profunda añoranza de su compañía, de su afecto, incluso de su inglés que me desesperaba en ocasiones, cuando las frases eran muy largas, con subordinadas. Se alegra de que yo esté en casa. Yo me alegro de que ella no esté en casa y siga persiguiendo sueños bajo sus pies en el camino. Algo de mí va con Simone, un rastro silenciosos, un paso a veces perdido, alguna huella aparecida sin que nadie la haya pisado, una figura desdibujada en un rincón de la mirada, una sombra que de pronto se desvanece. Estoy allí junto a ella como una promesa del futuro, de mi vuelta, de mi abandono a un destino que no merezco y que pienso ganar con mi persistencia.
Sobre mi mesa de escritorio están hoy algunos recuerdos de estos días, la galleta holandesa que Simone escondió en mi mochila, su concha cambiada por la mía, el diario de este camino. Despojos que ayudan a mantener un hilo con el pasado.
¿Cómo fueron los días de Ulises tras su regreso a Itaca? El aedo, Homero, no da ninguna noticia, no tenemos ningún relato, no hay nada que contar. Ciertas felicidades aparentes, provisionales o cercanas no se cuentan, no son noticia, no interesan a nadie. El sol que ahora me calienta a través de la ventana de mi habitación no es el mismo de cuando comencé el camino Mozárabe en Almería. Pero su luz como un milagro sigue envolviéndome y mece mi espera.
Que el Camino no acabe nunca.....
Me identifico totalmente... pero la diferencia es que Argos, mi perro fiel, está conmigo siempre, aunque por ahora no tenemos casa a la que regresar. No añoro el camino tanto como tú. Yo no puedo escoger irme, hace ya años que estoy en el camino y lo que quisiera es llegar a casa, a mi casa, como dices, pero me cuido mucho de desearlo, no vaya ser cosa de que se me conceda y allí acabe todo. Todavía me falta camino por recorrer, lo sé. Sigamos los dos. ¡Un abrazo Miquel!