Diario del Camino Mozárabe. Granada. Sueños que no nos abandonan.
"La ciudad es una catedral de posesiones; su aroma es el de los sueños. Incluso los que han sido rechazados por ella no pueden abandonarla.” (Años luz) James Salter.
En la Hospedería de Las Comendadoras de Santiago. Granada, martes 22/10/2024 (21:30 h)
El silencio en el cuarto de la hospedería al despertarme es como un animal que me rodea, tan denso que parece algo vivo. Flota en el aire. Estoy en Granada, me digo a mí mismo, en el camino Mozárabe. Necesito ubicarme.
La hospedería de las Comendadoras de Santiago es un enorme edifico alrededor de un patio ajardinado. Como una caja que guarda en su interior secretos o tesoros de belleza incalculable. Largos corredores alrededor de los que se distribuyen las habitaciones y otras dependencias de las que ignoro su función. Muy de tanto en tanto, una figura aparece por uno de los laterales y desaparece o se desvanece a través de otro corredor que se pierde en una esquina del cuadrilátero. Hay un piso superior y una planta baja. El comedor se encuentra en la planta baja a la que llego por una escalera de pura madera ennegrecida y de escalones gastados por el uso y por el tiempo.
Oigo voces, es Simone que habla con otras personas. Al acceder a esa enorme sala del comedor encuentro sentados a la mesa a los dos catalanes de los que nos despedimos en La Peza, Rafael y Joan. Charlan con Simone y nos saludamos. Me explican que llevan dos días y nuestra estancia se ha solapado con la suya, no esperábamos volver a encontrarlos. Marchan hoy a Málaga y luego toman un AVE hasta Lleida, llegan al anochecer. La despedida hoy es definitiva.
Con Simone, transformados hoy en turistas, aparcamos las mochilas, les damos un descanso. En su lugar cargamos unas pequeñas bolsas con tiras para llevarlas sujetas a la espalda; contienen los enseres indispensables para el paseo por Granada. Vamos disfrazados de turistas, pasamos desapercibidos, o eso pretendemos.


Simone está de buen humor, el Salmorejo de ayer en la cena de anoche sigue surtiendo su efecto. Nunca he visto a alguien transformarse como ella cuando probó por primera vez esta singular receta andaluza. Reacia y un poco malhumorada por cenar tarde, llegamos a un restaurante no lejos de la hospedería. ¿Dentro o afuera? Nos pregunta el maître y escogemos dentro, en una mesa junto al escaparate donde tras el cristal pasan los peatones y otros clientes gustan en la terraza sus platos. ¿Qué desean los señores? En la carta aparece el Salmorejo, y por supuesto hemos venido a probarlo. ¿Lo acompañan de algo más? Bueno, unas croquetas, dos nos bastarán, parecen enormes y añada unas berenjenas con miel de caña, creo que es típico de aquí. ¿Y qué van a tomar? Simone una limonada y a mí una caña. Y como si se tratara de un filtro destilado por una enigmática hechicera, al probar el Salmorejo cambia la expresión de mi compañera y la noche se ilumina para ella, percibo destellos en sus ojos. Estoy convencido de que en ese instante nació una nueva Simone. El Sur se impuso, contundentemente, a un Norte frío y funcional.


Pero esta mañana tengo un reto y necesito recurrir a los recuerdos de mi anterior estancia en Granada, ya hace algunos años. Aquellos días de visita con Carmen a la Alhambra y a otros rincones de Granada, sobre todo al Albaicín; me he ofrecido a Simone como guía y debo estar a la altura, mi reputación está en juego.

Vamos por unas callejuelas hacia la cuesta de Gomérez, un buen acceso a la Alhambra y a medida que vamos subiendo por esa pendiente nos vamos dando cuenta que entramos en un santuario. Nos adentramos en un lugar especial donde cada árbol, cada piedra y cada arbusto forma parte de una armonía que prepara lo mejor. A pesar de la gente, a pesar de los autobuses que descargan grupos de turistas inoportunos, hay algo distinto que te conduce como con una mano invisible que hace siglos acoge a cada visitante que se acerca. No tenemos entradas para las dependencias de la Alhambra, pero incluso así nuestra visita puede ser provechosa, en esta ciudad nada se desperdicia.
Entrando al recinto, recibimos la impresionante panorámica de la ciudad. Una alfombra de tejados, de calles, de vida desperdigada hacia la lejanía. La gente se disputa los rincones donde las fotos son más espectaculares, y nosotros tenemos que hacer cola para tener la nuestra, pero el día no es muy luminoso y las sombras la desmejoran.
Largas filas de espera, personas y grupos que se desplazan, buscan no se sabe bien qué misterio o qué rincón secreto puedan descubrir y poseerlo como una victoria. Absortos en fijar el instante con la cámara de foto de sus móviles. No tenemos entradas para los palacios Nazaríes de la Alhambra, pero podemos visitar el palacio renacentista de Carlos V y lo hacemos. La construcción contrasta, fríamente, un equilibrio de piedra y columnas que insultan al resto del recinto, con la Alhambra, ese bosque de edificios que ha crecido aparentemente sin quererlo y sin dudarlo, como una inercia de la naturaleza que procura pasar desapercibida.
Más lejos llegamos a la capilla de Santa María de la Encarnación, pero celebran misa y en este momento está vetada para los turistas. Tenemos que esperar y llegamos hasta los Jardines del Partal Alto y al Parador de Granada. En los jardines hay que pagar entrada y no estamos para eso. Nuestra última visita la hacemos a la Puerta de la Justicia, grupos de una escuela de niños se agolpan escuchando las explicaciones de una maestra que actúa como guía, historias del pasado, episodios de un cuento de las Mil y una Noche, noches encantadas de prodigios y portentos. Ya no nos queda nada más que podamos visitar, además la mañana avanza y Simone quiere volver al Albaicín, a ese rincón que parece le robó el alma, el mirador de San Nicolás.


El Albaicín no es un barrio, es un laberinto y, además, en subida o en bajada, depende de donde vengas. Calles retorcidas que se confunden y que a veces llegan a alguna plaza, donde esa monotonía blanca, bajo el azul del cielo, cambia a un poco a verde, cuando encuentra algún jardín, algunos árboles. Queremos parar a tomar un zumo de naranja natural, especialidad a la que Simone se ha aficionado; pero todavía no han llegado las naranjas y el establecimiento solo tienen naranjada envasada. Finalmente, vamos al mirador de San Nicolás, allí nada ha cambiado desde la última vez que estuvimos ayer, es como si el tiempo se hubiera congelado y solo los rostros de los turistas sean diferentes. Por lo demás, todo es igual, incluso la misma canción del grupo que actúa para los turistas, “Volare”. A Simone no parece importarle. Me despido de ella y la dejo sentada en un rincón de la plaza, satisfecha por la visita, creo que como guía ya me he ganado el sueldo.


Para regresar tomo un mini-autobús que sortea las calles estrechas con una precisión milimétrica, me asombra la pericia del conductor. Llego al término del trayecto cerca del monumento a la tumba de los Reyes Católicos, en el mismo centro, y recuerdo que cuando estuvimos con Carmen, nos alojamos en una calle llena de establecimientos turísticos, pegada a la plaza del Ayuntamiento. Esta noche hemos quedado con Corinne y voy a explorar para ver si hay algún sitio especial o adecuado para encontrarnos. Lo hay y me quedo a tomar una tapa y una caña.
Cae la tarde, se acaba esa luz generosa que nos ha acompañado como una condena benévola; llega inapelable la hora para encontrarnos con Corinne, frente a la Catedral. Una cita para un adiós, uno más entre tantos que hemos vivido en el camino, en este y en tantos otros. Vamos hasta el “Fogón de Galicia” en la calle Navas. La noche está animada, grupos de turistas ruidosos pasean y las terrazas rebosan de gente. Para nosotros es una noche especial. Corinne se va a casa mañana, esto es una despedida. Pero esto no es una derrota, un final con gusto a fracaso. Corinne se lleva sus sueños, su deseo de volver y regresar. Eso nos confiesa. Me admira esa tenacidad que convierte un aparente revés en un desafío. Esa obstinada ilusión que nos hace renacer de nuestras cenizas.
Hay un poso de nostalgia en el caminar de nuestra compañera cuando nos dirigimos a la plaza de los Reyes Católicos para el último acto, esa despedida dilatada en el tiempo, como una conquista de la memoria. Nos conocimos en Santa Fe de Mondújar, nuestra segunda etapa, y hemos tenido una historia de encuentros y abandonos, unas inesperadas sorpresas cada vez que aparecía en un albergue o teníamos noticias de ella, cuando suponías que ya no volveríamos a encontrarla. La vemos marchar hacia su alojamiento, deja un vacío a su paso tras de sí. Una sombra, una puerta que se cierra en este anochecer. En Granada, la ciudad que sobrevive a su olvido. Una amante despechada, abandonada, desposeída de su radiante juventud.
El camino no rechaza a nadie, es una presencia que acoge, que reta, que te convoca para superarte. Como una madre que a uno de sus hijos inválidos lo invita, lo anima a ponerse en pie y lo sostiene mientras que, con paso vacilante, intenta caminar.
"Dale limosna, mujer, que no hay en la vida nada, como la pena de ser, ciego en Granada”.
....está todo dicho.