Diario del Camino Mozárabe. Granada. Las fronteras.
"Aquellos a quienes el mundo no basta: los santos, los conquistadores, los poetas ..." J. Joubert. (Pensées)
Granada. Frente a la Iglesia de Santo Domingo, en la plaza de Santo Domingo. Lunes 21/10/2024 (18:30 h)
Mi última entrega fue mi estancia en Granada como turista. Pero no he narrado la etapa de Quéntar a Granada. Aquí la publico.
En el café que hay junto al hotel donde nos hemos hospedado encuentro a Corinne que también ha llegado para el desayuno. Hablamos sentados en la barra del bar, entre ruidos de tazas y de la cafetera y nos citamos para vernos mañana en Granada. Tiene billete para regresar a casa pasado mañana y hoy va a tomar el autobús. Su expresión es como la de quien se ha quitado un peso de encima, un pájaro que busca volver al nido tras una tormenta. Acabo mi desayuno, me despido de Corinne y emprendo la ruta, me he quedado rezagado y Simone ha salido hace ya un rato.
Siento una cierta emoción por cumplir el deseo que he guardado en mi pensamiento y he acariciado durante estos dos últimos años, ¡El Mozárabe hasta Granada!, y pasan ante mis ojos los caminos y las poblaciones de estos días desde Almería, ¡qué lejos quedan los lechos de ríos secos y de ramblas polvorientas! Atrás he dejado las dudas y las incertidumbres de si podría llevar a cabo este recorrido. Hoy estoy convencido de que puedo llegar a Córdoba, y con Simone ya he hecho planes para las siguientes etapas. En Granada vamos a quedar dos días, el de llegada de hoy y uno más para descubrirla, aunque yo ya la he visitado en otra ocasión.
Parece que va a ser un día feliz, un día de celebración, de puro disfrute y gozo. En apenas dieciocho kilómetros llegaré a Granada y dejaré que el embrujo de la ciudad me sobrecoja por completo.
Pero primero hay que llegar, los deseos no se cumplen por arte de magia, es preciso un esfuerzo, una voluntad que se sobrepone a las reticencias. Mi siguiente objetivo es Dúdar, una pequeña población a apenas unos kilómetros de Quéntar, por la que llego a través de una senda próxima al río de Aguas Blancas que no va muy crecido; sin embargo, la música de su agua que corre llega hasta mí y me acompaña. Después de Dúdar se encuentra la subida, una pendiente que alcanza hasta los mil metros para luego seguir un largo camino sobre el lomo de un cerro alargado y desde el que tengo una visión panorámica a ambos lados, uno de ellos el de Sierra Nevada, por ahora sin nieve. Andados algunos kilómetros en el camino, encuentro a Simone, que está otra vez en modo contemplativo en un recodo del camino. El día es espléndido y está tomando el sol mientras mira el paisaje. Ayer domingo, no pudo ir al supermercado para sus compras y se tiene que conformar con unas barritas energéticas y unos frutos secos para su merienda de media mañana. Le comento que en Granada espero que nos podamos resarcir.
Sigo por esta senda y me cruzo con excursionistas, ciclistas y paseantes con perros de compañía. Señal de que Granada no está lejos, la ciudad se intuye tras un montículo y ya se divisa alguno de sus barrios, casas apiñadas en la ladera del monte.
Comienza el descenso, el camino va dando rodeos para aminorar la pendiente de bajada. Campos de olivares, cuidados y con fruto temprano aún para la recogida, y al fin el río Darro. El río que llega a Granada y junto al cual el camino se enseñorea y se hace amigo. Luego aparecen las primeras casas de la ciudad que se va insinuando en calles todavía desdibujadas y casas esparcidas hasta que las edificaciones abundan y dan esa sensación de que vas llegando a un centro urbano, un lugar donde el camino parece desaparecer para dar paso a otra cosa. Eres un peregrino que se confunde con la masa de turistas, de curiosos, de viandantes que buscan, miran y pasan. A partir de ahora nada te diferencia de ellos, excepto un cierto olor a sudor y a “camino”, y una mirada extraviada y errática que denota extrañeza.
Tras una curva me espera la Alhambra, llega de pronto, sin ningún aviso, sin ninguna prevención, aparece, primero de perfil y a medida que vas avanzando va mostrando toda su perfecta belleza y esplendor. ¡Señora y dueña de esa ciudad! La mirada queda colgada de esa maravilla y no puedo apartarla.
Cruzando el barrio del Sacromonte con sus innumerables casas-cueva, llego a la cuesta del Chápiz y me doy cuenta de que el mirador de San Nicolás no queda lejos de aquí. Frente a mí se encuentra el Albaicín, el barrio que en mi estancia con Carmen visitamos en nuestro primer viaje a Granada. No quiero desaprovechar esta oportunidad y me dirijo hacia allí, es la mejor entrada que puedo tener a esta ciudad mágica y embrujada. Por wasap le digo a Simone que la espero allí y me contesta que en cinco minutos va a llegar.
El mirador de San Nicolás es un espectáculo, de turistas, de artistas de flamenco, de curiosos, de lo que quieras, pero no deja de ser el mejor lugar para que tus ojos contemplen la Alhambra y esa parte de la ciudad donde las casas se denominan “Cármenes” y donde el cielo es un techo protector que contrasta con la piedra. Simone parece flotar hechizada con todo ese ambiente y tengo que recordarle que hay que seguir hasta la hospedería. Me siento como si la hubiera despertado de un sueño, aunque tenemos tiempo para las fotos de rigor que una amable turista norteamericana de Texas nos hace a los dos.
Sugiero un atajo para llegar antes a la hospedería y Simone se niega. Quiere hacer el camino ritual, no quiere prescindir de ese rodeo que supone volver hasta donde hemos abandonado el camino y seguir como si no nos hubiéramos desviado al mirador de San Nicolás. Mis piernas dicen lo contrario, pero esta chica del norte se merece una entrada por todo lo alto y cedo a sus pretensiones. Volvemos a la cuesta de Chápiz y tomamos por el Paseo de los Tristes hacia el centro, en dirección al Realejo, donde se encuentra la hospedería y el monolito que marca los doscientos kilómetros en ese camino de ensueño, en esta locura que no tiene cabida para cuerdos.

Me encuentro escribiendo el diario en la plaza de Santo Domingo del Realejo, cerca de la Hospedería de las monjas, en plena tarde granadina. La gente va y viene de sus quehaceres, de sus preocupaciones y sus problemas que se reflejan en sus caras y sus conversaciones que llegan hasta mí. La ciudad manda e impone este ritmo agitado a mi alrededor al que con tantos días como peregrino ya no estoy acostumbrado. Estoy sentado en una de las mesas del bar que regenta esta plaza, todavía sacudido por esta llegada a Granada, estremecido por un sueño. Y me siento diferente y ajeno a ese ambiente, no soy mejor, ni peor, pero sí distinto. Tengo la sensación de que el mundo, esta realidad, no me basta para comprender todo lo que me sucede en este estos días de camino mozárabe.
Presiento que los peregrinos llevamos una necesidad de traspasar los límites que la prudencia nos impone en la vida de cada día, en nuestra vida normal. Es el único modo en el que puedo entender que esté aquí. Queremos romper fronteras y llegar a lo inimaginable que, para mí hoy, es estar en Granada.
Como siempre aparece Simone por la calle que acede a esta plaza, viene hacia mí con decisión, dispuesta a descubrir esta ciudad. Nos vamos a dar un paseo por el centro, la parte de la catedral y de la zona universitaria. Luego pensamos ir a cenar en uno de los establecimientos que tenga alguna especialidad de la tierra. Simone tiene curiosidad por probar el Salmorejo. ¿Quién sabe si cruzará una frontera?
¿Que puedo decir?...si vivo, duermo y sueño en esta Ciudad.