Diario del Camino Mozárabe. Sherezade.
"En ese momento, Sherezade vio rayar las primeras luces del alba y, discreta, guardó silencio" E.M. Foster "Aspectos de la novela"
Estación de Santa Justa (Sevilla). Viernes 01/11/2024 (14:30 h)
Hoy no va a ser un día perfecto. Una despedida es un añadido que enturbia la claridad que pueda haber en este día, en todo su esplendor. Al final mi camino llega a esa cumbre que con todos mis pasos y con todos mis anhelos me ha traído hasta aquí. Esta mañana cuando he despertado en esa cama demasiado grande para mi gusto, he contemplado mi mochila lista para el viaje de vuelta a casa. Preparada para que no tenga problemas con los controles de seguridad del aeropuerto. Los bastones guardados en su interior, los ingenios tecnológicos, cables para recargar el móvil en una bolsa y los tubos o líquidos que llevo en otro envoltorio.
He hecho donación a Simone de mi navaja adquirida en Almería, no me puedo permitir llevarla a casa, también mi concha de peregrino. No es una concha convencional, no es una de las que se adquieren en las tiendas de souvenirs, la recogí en un camino a Finisterre, en la playa inmensa y casi infinita que hay antes de llegar a la población, la playa de Langosteira, me ha acompañado en mucho de mis caminos y le tengo un aprecio especial. Es precisamente por eso que creo que ella va a ser la mejor destinataria, merecedora legítima de este objeto apreciado. En su lugar Simone me da la suya, que tampoco es la típica. Al menos de momento tengo la seguridad de que ese trozo de mí llegará a Mérida. Simone continúa en esa vida desquiciada y errante. La suya, su concha, viajará a Mallorca y la guardaré en ese rincón preparado donde están los tesoros del camino. Esas bagatelas que te ayudan a recordar y engañar al tiempo o a viajar al pasado.
No sé qué música de fondo pondría para este día de despedidas, tal vez escogería a Mahler y su Adagietto, el de la Quinta Sinfonía, ese que se escucha en el comienzo de la película de Muerte en Venecia, la película de Luchino Visconti basada en una narración de Thomas Mann. Como esa música, lentos son los minutos y lentas las esperas para ir hacia la estación de tren, donde a las doce cuarenta y cinco me recogerá el AVE para llevarme a Sevilla y de allí al aeropuerto. No estoy hecho para estos ceremoniales de despedida, pero Simone quiere que demos un último paseo y que nos despidamos frente a la Mezquita-Catedral. Ella se cambia del apartamento donde nos encontramos a una pensión cerca del Alcázar de los Reyes Cristianos, luego se ha citado con una amiga suya que llega de Málaga.
Esas horas que quedan hasta que nos despidamos definitivamente son como sal sobre una herida. Un dolor que se prolonga en el tiempo de espera, un grito que quieres que acabe como una muerte prematura, pero que sigue en tu mente, se alarga igual que una tortura, en una espera inútil de lo inevitable. Quien da cartas es el tiempo, y él es quien manda en esta partida.
Recorremos esas calles que ya conocemos de estos días pasados y hasta la Mezquita-Catedral todo es previsible, ya te has familiarizado con esos rincones y sabes que tras esa esquina hay una pensión, y luego una plaza que tiene unos bancos pintados de verde. Y más allá, bueno, más allá está tu partida, ni más ni menos. El adiós, el punto final de estos días. Pero no quiero dramatizar estos momentos, al fin y al cabo ya los he vivido en otros caminos, aunque mi vertiente trágica tiende a aparecer. Hay que contenerla.
Vamos a tomarnos un zumo de naranja natural en el mismo lugar donde encontramos ayer a Linda, junto al Patio de los Naranjos. Brindamos para que sean muchos y variados los caminos en los que nos podamos perder y encontrar. Como el poema de Kavafis que desea muchas llegadas a puertos que desconocías. Esos caminos que desconocemos y nos desconocen, tantos que no podemos abarcarlos. Estoy convencido de que vamos detrás de un imposible. Pero hay otras maneras de perder el tiempo y la vida. Yo he escogido esta.
En la plazuela donde estamos sentados sigue todo como un día más en esta ciudad de pasiones; los turistas pasean, curiosean en las tiendas, se fotografían, se cruzan. Un músico entrado en años está con una guitarra tocando una melodía a unos metros de nuestra mesa, en la esquina. No es Mahler, pero me sirve como fondo. Añade una nota romántica, algo deslucida porque su música no están muy afinadas, pero no se puede pedir más.
Con Simone hablamos de planes para el futuro, de anécdotas de estos días pasados, de sospechas de que la vida nos va a tratar bien, de cosas que ya no tienen importancia. Se empeña en invitarme y paga el zumo de naranja. No sé si encontraré en mis futuros caminos una compañera como ella. Secretamente, doy gracias al dios del camino por haberla puesto en el mío. Nunca me imaginé, en ese primer día de Almería cuando la conocí, que sería para mí un suelo firme y un corazón generoso para todas mis debilidades. Al verme decaído me repetía “I’m proud of you” para darme ánimos. Yo también estoy orgulloso de ella, de su alma de peregrina que busca desafíos, de esa manera de sentir que tiene en el fondo una niña que juega con las estrellas y con el sol que se reflejan en sus ojos de miel. Un alma salvaje escondida en su interior. La chica que se detiene al borde del camino y queda expectante, parada, gustando el tiempo, saboreándolo todo pausadamente, sin prisa por llegar. “Day by day”, me repita a menudo cuando me bloqueo, o cuando pierdo el ánimo.
Lo entrañable no es siempre lo conveniente. Y no quiero que estos momentos vividos minuto a minuto se prolonguen en esta hora de la despedida, así que vamos a ese punto donde hemos pactado separarnos, seguir cada uno su camino. Y llegamos hasta donde Simone quiere que nos hagamos una foto para recordar. Pregunta a un turista que parece adecuado para tomar la foto y posamos; no sé qué cara poner, no sé qué cara conviene tener en este momento, sé que esta foto será un cuchillo para mí. No me gusta tener fotos que abren las heridas del pasado. Luego tras un abrazo, posiblemente el último, cada uno sigue su camino, y yo continuo por esa calle que flanquea la Mezquita-Catedral, notando que la distancia se hace real y palpable. Mi compañera durante estos días va quedando atrás, como algo ajeno. Sentía paso a paso que me alejaba de ella, reprimía mi impulso de girarme para verla marchar. No hay que mirar el camino recorrido, lo que has vivido hay que dejarlo, suéltalo – me repetía. De pronto un grito con mi nombre me obligó a volverme y a comprobar que allí estaba Simone, al final de la calle agitando sus brazos. El último adiós y el último abrazo intuido. El nudo se había deshecho.
Siento una fatiga que no es física, algo así como que se escurre todo mi ser por un agujero en el tiempo. Pero vuelvo a decirme a mí mismo que no tengo ya edad para dramas y hay que superar esto y lo otro. Y sigo hacia la estación del tren, donde me espera un AVE que certificará la distancia de todo lo que ha sido este camino. Al final siempre nos vence la necesidad y la oportunidad, al final siempre somos presuntos perdedores.
Me retiro de este juego con una fortuna ganada y otra derrota pendiente, los días de sol y luz ganados y la derrota de un jugador que agota sus apuestas, obligado a dejar la mesa de juego. Marcho hasta la estación de tren, un lugar conocido de otras visitas por estas vías, y en una brevedad que me parece un suspiro me encuentro en el AVE camino de Sevilla. Por la ventanilla pasan las tierras amarillas y teñidas de algunas manchas de verde, los pueblos y las casas como fotogramas de una película ante mis ojos. Igual que en mis pensamientos pasan estos días en el camino, y se pierden para que otros puedan llegar, mis días fuera del camino. Esta máquina en mi cerebro no tiene mandos para rebobinar, por suerte, de tenerlos tal vez no avanzaríamos y nos quedaríamos fijos en los momentos felices.
La estación de Santa Justa en Sevilla, es un hervidero de gente que va y viene, maletas, bultos y paquetes pueblan este escenario de paso, provisional. Escribo sentado en una de las mesas en uno de los establecimientos que hay en el recinto, mientras tomo un café que me recupere de mi conmoción, de esta mañana de ocasos y partidas. He vuelto a revisar si en mi mochila todo estaba en orden para cuando llegue a los controles de seguridad del aeropuerto y he encontrado con sorpresa un mensaje y un regalo de Simone, escondido y disimulado entre mis enseres, posiblemente colocado cuando salí al bar a desayunar esta mañana. Una de sus galletas holandesas maravillosas que no comprendo cómo puede cargar, y pegada a ella un trozo de una hoja de papel con su escrito a mano en versión de traducción de Google al español. “Solo unos pocos dejan sus huellas en tu corazón… ¡Muchas gracias por tus huellas! Simone de Holanda”. Incluso hay algunos corazoncitos dibujados en los bordes de la nota, algo que no esperaba, pero algo que vuelve a despertar ese torrente de recuerdos vividos y que tengo que cortar de golpe, mirando el reloj y considerando que es hora de tomar un taxi al aeropuerto. No me conviene una sobredosis de emociones, no quiero que este final derive en un melodrama de serial.
Prefiero que este final en el Camino, sea un silencio, no uno de esos que no tienen nada que decir y se agotan en sí mismo, sino todo lo contrario, un silencio que lo diga todo, que considera la obra acabada y cualquier añadido deteriore lo que has creado.
Cuando era un niño cayó en mis manos un libro maravilloso “Las mil y una noches” que tuve oportunidad de leer íntegro por una enfermedad que me tuvo ingresado una semana en una clínica. Su lectura me acompañó en esos días que se hacen interminables y con él aprendí que una buena historia tiene que quedar en algún momento en suspenso; no hay que contarla con todo detalle, hay un momento oportuno para callar. Sherezade al amanecer cortaba su relato, era su seguro de vida, sembraba la inquietud en el corazón de su posible verdugo, la inquietud que nace de la curiosidad. “En ese momento, Sherezade vio rayar las primeras luces del alba y, discreta, guardó silencio”
Aunque el sol esté brillando en lo alto aquí en Sevilla, tengo la impresión de que ahora asoma por el horizonte, siento una más de tantas madrugadas felices que he vivido en el camino y presiento que debo callar, aquí en la última estación de este viaje. Porque estoy convencido de que todo ya está dicho y lo que queda por decir solo será un epílogo. En el silencio y en la espera, poco hay más que añadir. “Be patient, you will return to the Camino”, me diría Simone.