"Llevant, Xaloc i Migjorn, Llebeig, Ponent i Mestral, Tramuntana i Gregal: vet aquí els vuit vents del món" (Canción popular mallorquina).
Si la isla de Mallorca fuese un animal, antiguo y salvaje, su espina dorsal sería la “Serra de Tramuntana”, una formación de montañas agrestes que la cruzan de sur a norte en la costa de poniente, un cofre lleno de tesoros que hay que saber encontrar. Tramuntana proviene del nombre que reciben las orientaciones geográficas y que sobre todo se aplica a los vientos. Los de tramuntana sin duda son los más peligrosos, cuando soplan a veces es mejor quedarse en casa. También dicen que es un viento que enloquece si persiste durante varios días. El mundo de los vientos es inesperado e insondable, sé de algunos eruditos en vientos que señalan uno especialmente delicado para las muchachas enamoradizas que se llama Xaloc, el viento que llega del desierto africano, puede dejarlas embarazadas si no se resguardan a tiempo.
Pero hoy nuestro viento, recio y obstinado, es de norte. Nos dificulta nuestro ascenso por un terreno típico de esta parte de la sierra, con una vegetación de “carritx” (Ampelodesmos mauritanicus), entre las que a menudo sobresalen unas palmeras enanas, duras y resistentes a climas inhóspitos, el “garballó” (Chamaerops humilis) y salpicado de otra planta que crece como una mata y que es muy frecuente en las alturas, “l’Herba de Sant Joan” (Hypericum perforatum). Todas ellas han tenido una gran utilidad en la cultura de subsistencia de esta isla, el “garballó”, una de las dos especies endémicas de palmera europea, se emplea todavía hoy para confeccionar cestas y otros utensilios a veces inusitados, abanicos para aventar el fuego, revestimientos de envases y otras muchas clases de recipientes. Sus hojas resistentes y duras son ideales para ello. El “cárritx” en cambio, no tiene una aplicación tan práctica, pero tiene su leyenda, según la cual las hondas de los honderos mallorquines que estuvieron luchando con Aníbal en las guerras púnicas y luego con los ejércitos romanos, se trenzaban con esas hojas largas y resistentes que tienen unos bordes dentados y te pueden cortar como el mejor de los cuchillos carniceros. Actualmente, los brotes tiernos, tras una quema controlada, sirven para una comida incipiente de los rebaños de cabras y animales que habitan la sierra. Y por último, “l’Herba de Sant Joan”, de la que se puede extraer un aceite para curar heridas macerando sus semillas y aplicándolo en un emplasto. Según el Dioscórides tiene propiedades que combaten las infecciones.
Sin embargo, en nuestra ascensión, costosa en esfuerzo, no estamos pendientes de las peculiaridades y cualidades botánicas, nos extasiamos, eso sí, con las panorámicas que se nos van abriendo en el horizonte, hacia cumbres que contemplamos absortos y se dibujan bajo el azul del cielo. Pronto se hacen visibles tres cumbres recortadas en el horizonte que para cualquier montañero son conocidas y familiares, sus laderas están repletas de senderos y caminos, pasos y estrechos accesos hacia sus cimas, el “Puig Tomir” (1.103 m), el “Puig de Ca” (876 m) y la “Cuculla de Fartàritx” (711 m), pero nos falta llegar al collado para acceder a la parte norte de la isla, la península de Formentor. En ocasiones, el viento nos brinda alguna que otra tranquilidad, como cuando llegamos a un lugar peculiar denominado “El Paraigo”, o sea, el “paraguas”. Una peña singular que abriga a quien se resguarde bajo ella. Ahora accedemos a ese norte absoluto que es Formentor, el fin del mundo en esta isla, un Finisterre definitivo con un faro que escruta la noche. Persistimos en la ascensión y buscamos una fuente que encontramos: la “Font de les Creus”, pero es a costa de un desvío y hay que volver a la ruta con ese precio que pagas por las visitas a estas singularidades.
Desde esta altura ya contemplamos los límites de la tierra con el mar, en una hermandad que los une como cómplices de tanta belleza; la línea de la costa se funde con la amplitud de la inmensidad del mar. Presientes una armonía en todo lo que nos envuelve, esos momentos de perfección que registramos como únicos en la memoria. Solo el viento enturbia con sus rachas la ascensión hacia nuevos descubrimientos y amplios paisajes. Luchamos contra un elemento reticente, que no da cuartel, que dificulta nuestro avance; prefiero una lluvia benigna a un viento desatado como el que tenemos hoy. Eolo, el dios de los vientos, nos regaña por no sé muy bien qué ofensa le hayamos podido hacer.


En la cumbre apenas podemos estar el tiempo justo para la foto de recuerdo; llegar a esta cima ya es de por sí un mérito, con este viento, una aventura. Y organizamos el descenso, queremos llegar a un lugar peculiar que tiene un topónimo singular: el “Pa de Figa”; su apariencia, su mole se asemeja a un dulce mallorquín elaborado con higos, un potente restaurador de energía que puede equipararse a la mejor de las barras energéticas. También el descenso tiene sus pros y sus contras, el camino está bien señalizado, pero tiene algún que otro tramo en el que tienes que buscar un equilibrio y un anclaje de manos y piernas para no caer.
Continuamos en un mar verde donde predomina el “carritx”, esa espesura que a menudo es una trampa, un lazo que se puede enredar a tus pies y desequilibrarte, hacerte caer de bruces. Literalmente besar el suelo, lo sé por experiencia. A nuestra derecha se abren ventanas entre las peñas y nos permiten contemplar el mar y un valle al parecer fértil que contrasta con el paisaje de rocas y de vegetación salvaje por el que transitamos ahora, se trata de la Vall d’Ariant.
Ahora el viento ha amainado, ya no nos castiga como en la cumbre; entre nosotros hay como un optimismo renacido, una sensación de que estamos cerca de la meta. Presentimos la salida a este bosque verde de “carritx” que nos llega a la cintura y que parece querer tragarnos. Nos acercamos al “Pa de Figa”, esa forma que se asemeja a un colmillo roto que apunta al cielo, se yergue ante nosotros como una chimenea gigantesca de roca detenida en el tiempo, abandonada definitivamente.


Se hace necesario una parada para reponer fuerzas, normalmente en la cima habríamos tenido un paisaje de ensueño para sacar nuestras vituallas y charlar entre nosotros, como camaradas, de los encuentros y desencuentros con esa naturaleza indomable, mientras damos buena razón de nuestros bocadillos o de nuestras ensaladas.
Pero el lugar que escogemos tampoco carece de encanto, tenemos la sensación de que descansamos junto a un animal formidable, una bestia dormida que puede despertar y arrollarnos con su poderosa fuerza. Terminada nuestra colación, el camino, un sedero de cabra apenas visible por la vegetación de “carrtix”, rodea la mole y nos lleva en un descenso moderado a un terreno de cultivo.

Ya reconocemos el sendero que llega a la “Font de la Mare de Déu”, con una imagen de la virgen en lo alto de la entrada; la vegetación a su alrededor es un vergel de sombras y luz filtrada, al fondo como un ojo negro la boca de la fuente, una mina de la que mana un hilo de agua fresca que se encauza por un canal. Un remanso tras la tormenta del descenso agitado que acabamos de dejar atrás.
Otro trecho, por un sendero plácido, y llegamos a la “Torre d’Ariant” junto a la pista que nos devolverá al inicio de nuestra ruta. El regreso nos sume en todo lo que ha sido el día de hoy, todas sus sensaciones, todas las emociones que hemos ido guardando y ahora se van depositando como un pósito en nuestros recuerdos, solo tenemos que dejarnos llevar. El cuerpo siente el dolor de golpes, de esfuerzos, del peso de este paisaje que se oculta en la mirada y quiere dominarlo todo, imparable. Hay un silencio que nos envuelve a pesar de las palabras que uno pueda pronunciar. Nos sentimos en compañía, la mejor que se pueda desear, la de los compañeros que han desafiado las alturas y las piedras de una naturaleza rebelde que no se deja domar. Cerramos el círculo, el comienzo y el final ya son lo mismo, o no, porque algo ha cambiado. Hoy hemos combatido contra un gigante y lo hemos vencido.