Me había sucedido en otra ocasión, hace unos meses, pero esta segunda vez ya me ha inquietado, porque sospecho que va a ser la tónica en el futuro. Me han vuelto a ofrecer un asiento en el bus atiborrado de gente. Esto es una frontera.
En realidad la jubilación no es una frontera, es una distancia. Notas que traspasas universos y dejas atrás un personaje que se desvanece y se aleja, aparece un nuevo yo que es un okupa en tu vida, como si un desconocido te substituyera. No comprendes qué hayas podido hacer para merecer este desalojo. O sí, porque no necesitas hacer nada, solo estar vivo.
Estaba ya un poco entrenado para este desenlace, ya sentí en su momento como una punzada interior, un leve sobresalto, cuando me substituyeron el tratamiento de “joven”, por el de “señor” y más adelante “caballero”. Supe que iba cruzando límites, imparables, necesarios e ineludibles. C’est la vie! Me decía, pero todavía no estaba preparado para que me cedieran el asiento en un transporte público.
También he tenido oportunidad de comprobar ese paso por la frontera de los “status” vitales con algo que creía ya no estaba en uso en Mallorca. Aquí, en esta sociedad isleña que ama y trabaja para que las tradiciones propias no se olviden o no se pierdan, tenemos tres tratamientos para diferenciar la consideración con la que valoramos a nuestro interlocutor. Por supuesto el “tú” que establece una igualdad entre ambos, el “vostè” que marca una distancia, un reconocimiento de respeto; y finalmente un “vós” que indica una subordinación por tu posición social o por ser casi un intocable, sobre todo debido a tu edad o a tu experiencia. Sorprendentemente, no hace mucho, un joven se ha dirigido a mí aplicándome este tratamiento; “vós” no es un reconocimiento social, es casi una sentencia, son años luz los que te separan de quien se dirige a ti de esta manera, aunque lo consideres como una deferencia. Equivale, otra vez, a cederte el asiento en un transporte público. ¡O eso espero!
Pero volviendo a la cesión del asiento en el transporte público, en las dos ocasiones han sido chicas jóvenes. Me queda la pregunta y me inquieta pensar si tal vez les he recordado a su abuelito… Siento un cálido agradecimiento por su gesto, celebro que todavía exista la cultura de la compasión, de que todavía haya gente en este mundo que sabe ponerse en la piel de otros y hacerse cargo de sus necesidades. Yo lo he hecho en la medida que he podido, pero parece que este mundo no camina en esta dirección, más bien al contrario.
¡La vida es así! Es nuestro lema. No hay vidas hechas a medida como los trajes de sastre. Todo lo contrario, tenemos que ajustarnos a las cartas que nos dan, es sabido. Pero no deja de ser asombrosamente inesperado.
Hace ya algunos años, en una salida con un grupo de montañeros venía con nosotros un veterano excursionista que fresaba los ochenta. Ex piloto de aviación y de helicóptero, con una vida activa de viajero y aventurero, algo como de película. Su pasión y vitalidad era como una fuerza imparable frente a los retos de nuestras excursiones, que todo hay que decirlo, no eran exageradamente difíciles. Pero en esa ocasión iba rezagado con respecto al resto del grupo, le costaba mantener el ritmo, yo era el guía de esta salida y me preocupaba que quedará retrasado. De tanto en tanto, miraba en su dirección para comprobar que nos seguía, un poco a distancia, pero que estaba ahí. En un momento dado, al observar detrás de mí no lo encontré donde esperaba, había desaparecido en mitad de la vegetación densa a través de la que caminábamos. A los pocos segundos emergió como una aparición sacudiéndose los matojos y la tierra que delataban su caída. Me acerqué a él y estuve acompañándole durante un trecho para hacerle compañía y discretamente por si acaso necesitaba ayuda. Caminamos juntos por el sendero sinuoso y desigual, un poco alejados del resto que continuaban indiferentes, felices y avanzando sin problemas por la senda bien marcada; hacía años que salía con el grupo, pero él y yo nunca habíamos intercambiado más que los saludos habituales, solo conocía algo de su vida de oídas. Aproveché para preguntarle, sabía que había sido piloto de avión y no le fue difícil contarme resumidamente su vida, sus aventuras, sus viajes, las pasiones que le movían, la montaña entre ellas. Era un niño que me hablaba de las ilusiones sentidas en una noche de Reyes, se le desbordaba el corazón, recordaba y revivía esa vida desaparecida en el tiempo, sus ojos adquirían una intensidad inusual, como si un fuego interior se reavivara. Incluso me pareció que rejuvenecía, la expresión de su rostro iba adquiriendo los rasgos de otra persona, sin edad. Hasta que el grupo llegó a una bifurcación de caminos y como guía tuve que dejarlo, tenía que dirigir al resto de excursionista que estaban pendientes de mí, le pedí disculpas y le dije que el deber me llamaba. Entonces me agradeció el gesto de haber cuidado esos instantes de él y añadió muy sentencioso:
— Recuerda que quien me ha parado a mí, también te parará a ti.
Esa profecía me ha perseguido estos últimos años y lo que es más espeluznante, se va cumpliendo. Que me cedan el asiento en un autobús atestado de gente es que ven en mí que “alguien” o “algo” me va parando. Y no se los reprocho, demasiado hacen con su amabilidad.
La vida, nuestro día a día, nos va preparando para estas y otras circunstancias. Cada vez más creo que el símil más parecido a lo que es estar jubilado, o a la vida misma, es una parábola trazada que tiene un recorrido de un punto a otro. Empezamos subiendo, aprendiendo, manejando habilidades, enriqueciéndonos con experiencias y vivencias, hasta el clímax, la cima de esta curva, la plenitud de los sentidos, madurez en el pensamiento, control y dominio. Luego, poco a poco, vencido el vértice vas descendiendo. Es como una película hacia atrás, alguien está pulsando el botón de “replay” y estás perdiendo el control, la seguridad se va desvaneciendo. Al principio no lo notas, es imperceptible, luego un día hay un fallo, un olvido, un desliz, una fatiga que de pronto llega como una lluvia inoportuna. “El mundo se me está empequeñeciendo”, me dijo en cierta ocasión mi madre cuando llegó a los noventa.
Podemos seguir pedaleando, sin hacer caso a los avisos, como un hámster en una jaula, indiferente a todo o disponernos a desandar todo lo que hemos adquirido a lo largo de nuestra vida. Seguir aprendiendo, solo que esta vez los logros no son para perfeccionar alguna habilidad, sino para perderla. Suena raro, pero es así. Antes, en otra galaxia, yo cedía el asiento; ahora me lo ceden a mí.
Tendré que acostumbrarme y aprovechar el envite. Al fin y al cabo en ambas ocasiones en el autobús, iba deseando que alguien me cediera el asiento. Es lo que toca.