Allí les pedres invoquen sempre
la pluja difícil, la pluja blava
que ve de tu, cadena clara,
serra, plaer, claror meva!
(BARTOMEU ROSSELLó-PòRCEL. Imitació del foc, 1938)
Siempre que alguien me dice que ha visitado Mallorca, me gusta preguntar, ¿en cuál de ellas has estado? Hay tantas Mallorcas como deseos que se escenifican para el visitante. La Mallorca de sol y playa y la Mallorca de aventura, la íntima de pueblos de montaña que conservan su pureza, la de discotecas, juergas o escándalos. Un mudo pequeño para una variedad casi infinita de sensaciones. La mía es la de mis raíces, la que aprendí a amar recorriéndola y descubriendo su alma, dura como la roca y seca como una necesidad, una dependencia de agua y lluvia constante. Verde en cuanto puede y azul donde quiera que mires, el cielo y mar se confunden. Sí, soy montañero en esta pequeña isla y en ese mundo de libertad en la sierra de Tramuntana que tiene contados sus días y sus horas para desaparecer con la especulación y la constante demanda de construir hoteles y residencias.
Comienzo mi viaje a ese corazón escondido de la isla con una de las escapadas a un rincón salvaje, en lo profundo de un paisaje hostil y hosco de aristas cortantes en rocas como cuchillos, de hondonadas que provocan un vértigo que parece marear cuando las miras.
La vieja y rota, la herida Torre de Lluc o de Bordils. En pleno corazón de la Tramuntana, en el límite de la costa donde acaba el mundo y comienza la nada, el azul, esa precisa inmensidad del mar.
Con los compañeros hemos llegado a un antiguo cuartel de Carabineros que vigilaban los caminos, esa zona fue en la posguerra civil española lugar de contrabando y estraperlo, donde jóvenes sin futuro se buscaban la vida donde no había vida, un tiempo pasado en el tedio y la represión lo eran todo.
Con alpargatas de esparto, con bultos a sus espaldas de más de treinta kilos, intentaban cambiar sus negros días, abrir la vida a un futuro mejor, llevar comida y seguridad a sus familias. Llegar al cuartel abandonado ya ha sido un odisea, hemos tenido que remontar el “Torrent des Boverons” con los destrozos de árboles que dificultan nuestro avance. Y ahora aunque parezca que queda lo mejor, tenemos ante nosotros una prueba de supervivencia, un descenso entre un paisaje de ensueño y de fatiga.
Avanzar entre la exuberante vegetación de “carritx”, o entre los senderos donde las cabras son las únicas protagonistas de este recorrido, nos sume en una emoción que nos hace sentir como seres privilegiados que acceden a un mundo secreto y de misterio. Es un paraje tan salvaje que se contagia como una enfermedad benigna, una sensación de comunión con esa naturaleza primitiva, de que formas parte de esas rocas, de esa vegetación que crece buscando la luz y el sol, sólida y firme bajo el cielo azul.
La Torre de LLuc aparece ante nuestros ojos, apenas se distingue, se confunde con las rocas y está medio derruida, una sombra de lo que fue.
Las Torre de Lluc forma parte de una continuada línea de defensa que a lo largo de la isla prevenía de amenazas, sobre todo de ataques piratas o de corsarios, eran las “atalayas” que daban el aviso para huir, o para la defensa de las poblaciones más costeras. Es inimaginable que alguien, posiblemente dos o tres vigilantes, pudieran vivir en esta absoluta soledad frente al mar. Y sin embargo ahí estaban.
Llegar a la torre es un itinerario de locura, de pasos impensables, de saltos en el vacío y de exposiciones a una continuada prueba de resistencia. Pero llegamos y nos sentimos como atletas que en la meta rompemos una cinta imaginaria de clausura. Nos refugiamos a su sombra, en el límite de la tierra con el mar que frente a nosotros parece no tener fin.
Hay algo como una fuerza desatada en este rincón, en este paisaje, en estas rocas y en este abandono que nos envuelve, una magia primitiva. Comprendo por qué hemos nos hemos arriesgado para llegar hasta aquí, por qué hemos padecido lo que hemos pasado para este momento de calma y descanso, llegamos para poseer esa paz que da el fin a un camino. La paz del caminante, aunque en nuestro caso nos queda el regreso que nos somete a las mismas pruebas que ya hemos soportado.
Regresamos por el camino del Monasterio de Lluc que baja desde el Cosconar, una posesión característica que utiliza las cavidades de la roca para su construcción. No queremos someternos al mismo calvario que hemos sufrido en la subida del Torrent des Boverons, por eso en previsión hemos dejado un coche en el monasterio que nos permitirá regresar a recuperar el otro que dejamos en Escorca, nuestro punto de partida. Cuando llegamos mi compañero Joan me comenta atónito por lo que hemos vivido: “Miguel, hay excursiones que haces dos veces en un mismo día, la primera y la última”.
En estas montañas hay un infinito que es naturaleza y descubrimiento. Mallorca no solo es sol y playa, es un mundo que si sabemos descubrirla, nos lleva de sorpresa en sorpresa.