En julio los Pirineos son una ausencia que sueñan la blanca caricia de la nieve. Mientras esperan el manto blanco, las cumbres se consuelan con un verde y un gris pardo que las viste bajo el sol y el cielo. Los valles se ahondan hechos restos de rocas y cantos de torrenteras que aún destilan corrientes y saltos de agua limpia, fría y cortante como una navaja a su contacto. El pico Robiñera es uno más, entre otros colosos, discreto, no se enseñorea como algunos de sus vecinos más opulentos, aguarda paciente nuestra llegada en el valle de Pineta. Nos hemos puesto en marcha, empezamos la subida a un tresmil, con un añadido de tres metros que rompen la perfecta rotundidad de esta cifra.
Me sucede, salvando las distancias, algo parecido a lo que afirma Kurt Diemberger en su “Nudo infinito”, tan pronto contemplo la magnificencia de este paisaje, comprendo que “Alguien puede pensar que es una locura amar hasta tal punto una montaña.” Con todo ello se ama también un desafío. Somos un grupo, seis montañeros, veteranos, unos más que otros, yo el que menos en estos parajes. Me estreno y comienzo a caminar, a subir tras mis compañeros que ya han emprendido la marcha, cinco figuras que con sus bastones ascienden pausadamente, igual que atletas que van calentando los músculos y estirando los tendones. El día es de una pureza dura como la de un diamante que filtra la luz, y sobre nosotros el cielo parece vigilar nuestro paso. Avanzamos de repecho en repecho, ganando altura, algunos tramos más largos que otros; el camino es un sendero estrecho, a veces es una cicatriz sobre la yerba, gastado. Todavía estamos en una altitud con vegetación, un prado, una alfombra verde lo cubre todo, excepto las cumbres, grises y pétreas, desnudas a lo lejos. Hacia allí nos dirigimos, pausando los descanso, contemplando las nuevas vistas, abriendo espacios hacia una muralla de cumbres entre las cuales está la nuestra, escogida hoy por nosotros para ser hollada y poseída.
Me siento empequeñecido, me encuentro en un mundo de gigantes, acostumbrado a las montañas de Mallorca, en las que la mayor altura es la del Puig Major (1.445 m), la mitad que el Robiñera. Aquí todo parece descomunal, el espacio se agranda, aunque desde donde hemos partido hasta la cumbre recorremos apenas cinco kilómetros y otros cinco de vuelta. El conjunto te hace sentir insignificante, humilde ante esas moles descomunales, macizas, arrogantes; en mitad de estas cumbres ocupas tu lugar en la escala evolutiva, primero llegaron ellas, esas montañas que vas escalando igual que una hormiga marcha sobre la espalda de un titán, y luego asomamos nosotros tímidamente, como visitas inoportunas. Aparecimos como recién llegados, minúsculos organismos que osamos desafiar la altura, intrusos en territorio prohibido, criaturas soñadoras que rozan imposibles y destruyen lo que aman. Estas montañas estuvieron antes que nosotros, y seguirán años y años después de nosotros. Se hicieron duras y altas para provocarnos temor, puede que para invitarnos a la imprudencia y perdernos en un vértigo ciego parecido a la muerte; o quién sabe si también para abrazarnos y que pudiéramos sentirnos más cerca de nuestros dioses y de la eternidad.
Están ahí, frente a mí, con sus aristas y sus pequeños glaciares todavía vivos, encendidos de blanco, como lenguas que cubren las umbrías de los costados. Moles que seguirán erguidas cuando yo pase y me disuelvas en el tiempo como una sombra. Si pudiesen hablar, ¡Oh si pudiesen hablar!, sin duda contarían infinitas historias, nos narrarían cómo fueron creciendo y formándose desde el choque primigenio, desde el estrépito del trueno y el fragor del fuego. Ahora hablan con su silencio, y se perfilan recortadas contra el cielo, mudas, desgastándose, porque también ellas son hijas del tiempo que todo lo consume.
Despierto, como sobrecogido de mi extraña meditación en la subida de una última pendiente antes del collado; paramos para reunir el grupo disperso en el esfuerzo desigual de cada uno. Rostros satisfechos.
— Ahora empieza la fiesta, dice mi compañero Jaume, mientras señala frente a nosotros la ladera de un barranco con un canchal que llega hasta la cumbre.
— ¿Es el Robiñera? - le pregunto en mi ingenua ignorancia.
— Sería demasiado fácil, la cima está detrás de eso - dice señalando una muralla de picos como los dientes de una sierra. — Hay que subir todo ese talud a través del pedregal. Y luego seguir a lo largo de la cresta. La cima está al final del cuchillar que forma el lomo del macizo.
Estoy con veteranos, con años de montaña en los Pirineos, conocen las cumbres, las tutean por sus nombres evocando historias pasadas, anécdotas. Hablan de ellas como si se trataran de viejas amigas conocidas en una visita de cortesía, recibo una lección práctica de cómo llamar a cada pico por su nombre, los que tenemos a la vista y los que quedan ocultos.
— Detrás de las Tres Hermanas - dice Jaume señalando tres picos, uno junto al otro, de aparentemente la misma altura- se encuentra el Monte Perdido, en el valle de Ordesa. El nombre es debido a la dificultad para encontrarlo, está oculto entre otras montañas.
Pocas cosas aúnan los espíritus y las voluntades que emprender juntos una tarea, y si hay una montaña por en medio la comunión es un lazo que se palpa como un pacto no escrito.
— Será un bonito paseo - remata Jaume.
Y nos lanzamos por la pendiente que llega a la torrentera, una senda que bajamos ayudados por los bastones poniendo todo el cuidado a no pisar zonas que nos harían derrapar y sufrir una caída que probablemente acabara con la aventura.
Ahora somos cinco, queda Cati en el collado, ha pactado acompañarnos hasta aquí y dentro de un rato, piensa regresar al inicio de nuestro trayecto. Seguimos el resto, Marga, la otra montañera, quiere intentarlo, Toni y Matías completan el grupo. Me siento privilegiado por acompañarlos, por haberme acogido en sus salidas que inexorablemente desde hace años cumplen; como una cita con una amante celosa que los espera para colmarlos de atenciones.
Tras el descenso al lecho del torrente, nos aguarda la subida, vamos a buscar la ladera más accesible para acceder a esa pirámide, esa cima recortada bajo el cielo que parece esperarnos. Nos adentramos en una zona donde la yerba ralea o desaparece, es el reino de la piedra desnuda, las lascas, los derrumbes, son el paisaje que nos desafía. El sol empieza a notarse en lo alto.
La subida hacia la cumbre la iniciamos tras un largo sendero en una pendiente no muy pronunciada que nos lleva a la vertical directa, desde donde la ascensión se hacen en un sendero que zigzaguea, en un paisaje que parece lunar, seco, descarnado de vegetación, solo piedra y polvo. Ajustamos mentalmente nuestro ritmo a las fuerzas que cada uno conserva tras lo que hemos recorrido, nos alejamos unos de otros a medida que subimos, en algunos tramos tienes que adivinar por dónde trascurre el camino, el compañero que va delante de ti se encuentra a distancia, tienes que decidir por ti mismo, no hay referencias. Cuando miro atrás, me parece ver que Marga sigue una senda que no es la que asciende, la que todos hemos tomado, entiendo que desiste de llegar a la cima y escoge una ruta alternativa, su gesto dice que hasta aquí ha llegado.
A menudo tenemos que parar y descansar, la voluntad se pone a prueba, la resistencia a ese dolor de los músculos, a esa respiración entrecortada, es como un grito que te surge desde dentro y te pide que abandones este sufrimiento sin sentido. Otra voz responde con “un poco más”, “sigue, tú puedes”, y vamos completando lo que queda hasta el límite del sendero que inesperadamente se convierte en una canal en la que hay que poner manos y pies, trepando con cuidado, aprovechando los salientes como asideros para encaramarte hasta el siguiente agarradero. Detrás de ti hay un “patio”, que en la jerga de montaña significa un lugar expuesto y muy aéreo, en definitiva un lugar que no perdona un descuido. Procuro no mirar atrás, estoy llegando al final de esta prueba.
Un último esfuerzo, un saliente al final de la canal me sitúa en lo alto, no hay más para escalar, pero ahora ante mí hay un trecho que llega a la cima, una estrecha senda que recorre el macizo, es como tener que caminar sobre el lomo de un animal dormido. Pero, el final está ahí, frente a nosotros, la cúspide, nuestra meta, el último eslabón de este sostenido desafío con la naturaleza en estado puro, el escalón que nos separa de nuestro objetivo. Último, pero no fácil, hay cortes abruptos en ese trayecto que nos obligan a poner atención, son dientes de sierra, límites que nos obligan a un empeño de más tras nuestra subida.
Desde esta altura el panorama es un mar de montañas; hasta donde la vista puede abarcar los picos se suceden hasta el horizonte, cielo y piedra, roca en estado puro, paredes y muros tachonados algunos de nieve. Parece que con solo levantar el brazo puedes tocar ese azul que está sobre ti como un techo permanente, inalterable. El conjunto transmite una sensación de fuerza, el empuje de la montaña parece sentirse bajo los pies, estamos cerca de nuestro objetivo, la cima última, la que más destaca de esa sucesión de elevaciones que nos obligarán a repetidas subidas y bajadas, de poca altura pero molestas.
Llego arrastrando los pies, dolidas las rodillas, descubro rincones en mi cuerpo que desconocía podían doler. Frente a nosotros se alza la última “grimpada”, son solo unos metros que hay que subir escalando. Más arriba ya no hay nada, solo el vacío y un panorama que abarca los trescientos sesenta grados de visibilidad absoluta. Nos agrupamos frente al último obstáculo, por la cima alargada del macizo hemos caminado en fila india. Los compañeros me miran y se crea un silencio expectante, me siento el centro de atención, hay en sus rostros un asomo de sonrisa.
— El honor de coronarlo el primero es tuyo - me dice Jaume - es tu tres mil, esperemos que hayan más.
Solo se me ocurre un “gracias” escueto, hondo y sentido por esta deferencia, lo vivo como un rito de iniciación a un destino esperado. He tenido que demorar el viaje un año para esta cita, el anterior tuve que cancelar este encuentro con estas cumbres por motivos familiares.
Escalo los tres y pico de metros que me separan de la cumbre, me siento observado, como en un número de circo en el que el artista tiene que demostrar su pericia. Parece una escena de película, un grupo atento contemplando como un bisoño montañero de los Pirineos, se estrena con su “primer tresmil”. Solo falta una música de fondo para que todo cobre una intensidad como de logro publicitario, casi podría ser un anuncio para promocionar algún producto para seniors que quieren reduplicar sus fuerzas y su potencia energética. Me imagino que suena la banda sonora de “Carros de fuego”, pero en mis oídos solo hay silencio, vacío y plenitud al mismo tiempo. Por suerte.
No puedo conjeturar lo que sienten aquellos conquistadores de cumbres que alcanzan la cima y la poseen, aunque para ser más justos diría que se sienten poseídos por esas alturas inconcebibles. Mi primer tresmil en una emoción a escala menor, pero no deja de ser eso, una emoción recogida en tus fibras más íntimas, como una corriente eléctrica que te recorre todo el cuerpo. Una liberación de fuerzas que llevas dentro de ti, un descanso o un abandono, unos instantes perdidos en el tiempo y en este espacio que se desborda a tu alrededor. Inmenso, puro, sin mancilla, puedo tocarlo, es mío.
Llegan mis compañeros a la cima, compartir el logro es una emoción que se añade. Curiosamente hay más silencio que palabras. ¿Por qué a veces hay más comunión en el silencio que en las palabras? - me pregunto. Porque no hay palabras.
Enhorabuena!!