Villaharta. Vagabundos.
“Cause tramps like us, baby we were born to run” (Bruce Springsteen, Born to run)
Villaharta. “La Buhardilla”. Sábado 29/03/2025 (20:30 h)
Patrick ha partido de madrugada, me saludó cuando salía de la pensión o lo que sea este alojamiento frío y desangelado que para un peregrino es lo equivalente de para un gato un garaje. Preparo mi mochila, mis cosas y tras un desayuno de tostada y café, salgo, sin prisas; otra etapa medida y calculada me espera, apenas diez kilómetros. Me pregunto dónde quedan los tiempos en que treinta o más kilómetros me alegraban el día, me sentía invencible y pacientemente, kilómetro a kilómetro recorría distancias que ahora me parecen impensables. Estoy aprendiendo a vivir sobre la marcha que marca el tiempo y aprendo a sobrevivir en el camino, sobrevivir con intensidad el reto, un mano a mano, una partida de póker en la que hacer trampas me parece lo más normal, como un tahúr del Misisipi. Etapas cortas, “day by day” decía Simone, funciona, tanto que me inquieta ¿debería arriesgar algo más? ¿Dejar estas mini etapas que pueden llegar a aburrirme? Prefiero empezar sobre seguro, a estas alturas no necesito demostrarme nada, tiempo habrá de sobrepasar el límite que me he impuesto, en cualquier momento puedo abandonar esta tediosa prudencia, no quiero ser como algunos músicos que tensan demasiado la cuerda de su instrumento y acaba rompiéndose con un golpe seco, irreparable y definitivo.
De El Vacar a Villaharta hay un paseo, que me lo voy a tomar con calma y salgo sin prisa, disfrutando del sol y el cielo limpio de un azul hiriente. El Vacar es un poblado fantasma, dormido en su quietud, sin nadie que se cruce conmigo, calles vacías, despobladas y silenciosas. En el portal de la capilla hay un curioso cartel que invita a los ladrones a no intentar el robo: “En esta iglesia no hay dinero ni nada de valor: NO VALE LA PENA ROBAR”, es mejor que tener un plan con una alarma antirrobo, sale más barato, pero no sé si los posibles ladrones lo tomarán en serio.

Saliendo de El Vacar puedo distinguir a lo lejos sobre una loma los restos del castillo o de la fortificación árabe que fue estratégica para un lugar como este. Camino bajo su vigilancia, los centinelas fantasmas que pudieran haber quedado seguramente me contemplan y permiten que continúe, al fin y al cabo saben que no soy un peligro, solo soy un peregrino que busca respuestas a preguntas que todos nos hacemos: ¿cómo seguir vivo viviendo? ¿Vivir es esperar o decidir? ¿Llegar o quedar? ¿Luchar o renunciar? ¿Podré llegar a mi destino? El camino calla, solo las voces de tu interior apuntas sombras de respuestas, seguir es lo que importa, y puede que también lo mejor sea que las dudas queden sin respuesta, es más, sospecho que lo que nos impulsa a vivir sean preguntas sin respuesta. Como una llave que nos han dado al nacer, un inútil objeto que no encuentra cerradura en la que encajar, ni puerta a la que abrir. El camino posiblemente sea como esa llave sin cerrojo y nosotros sigamos engañados, buscando una cerradura inútilmente, un sentido a todo eso, el sueño que convertimos en ilusión es lo que nos empuja. Solo importa caminar, seguir, el próximo paso que puedas dar, avanzar obstinadamente hacia el fin de la etapa y recoger los frutos del camino que se presentan como un regalo cada día.


Me dirijo a Villaharta y pronto compruebo que se trata de un lugar famoso por las fuentes medicinales, por los balnearios que en otro tiempo tuvieron su esplendor y que ahora, alguno queda ofreciendo sus servicios. Un corto desvío me lleva a la Fuente del Cordel, donde recalo como una nave que necesita reparación en una cala resguardada. Unos bancos para el descanso, una glorieta que encierra la fuente de aguas ferruginosas, unos paneles explicativos, un remanso para recomponerme. Se me ocurre probar el agua medicinal que mana del caño de la fuente, no hay ningún cartel que diga que el agua no es potable, así que improviso un recipiente con una botella de plástico vacía e ingiero un sorbo generoso de esa agua presuntamente milagrosa. Un sabor metálico y burbujeante recorre mi boca, se adentra hacia mi estómago y se asienta; no repito el sorbo y quedo mirando esa agua turbia que contiene la botella, no sé si arrepentirme, pero ya está hecho. Prefiero pensar que como esos medicamentos de horrible sabor que nos administraban cuando éramos niños, me cure algún secreto mal, calme quién sabe qué futuro dolor, incluso mi incipiente artrosis en la rodilla. Guardo la botella con el remanente de agua en uno de los bolsillos de mi mochila, si no me he desmayado por el camino a Villaharta, puede que repita sorbo. Mientras tanto voy a sentarme en uno de los bancos que hay en la plazuela que rodea la glorieta, hay paz y se respira la primavera en el ambiente. Cerca de mí una abeja laboriosa visita la flor de una estepa, vive ajena a todo, solo le importa buscar el sustento de su colonia, ha nacido para este trabajo.
Quedan unos tres kilómetros hasta el pueblo, retomo el camino y de entrada me topo inesperadamente con una peregrina joven, recorre los últimos metros de la desagradable bajada que lleva hasta el desvío; de unos veinte y pocos años, viste una gorra con visera, camiseta de camuflaje y además de la mochila con una esterilla de campin enganchada, lleva en su parte delantera visiblemente una cámara de fotos de aspecto profesional. Dos trenzas le dan un aspecto aniñado, pero su mirada es firme e incluso intimidante.
— Mucho debe gustarte la fotografía para cargar con el peso de esta cámara de fotos en el camino. Le digo a modo de saludo.
— Quién algo quiere algo le cuesta - me dice lapidariamente - me gusta la fotografía y me gusta viajar.
— Son dos buenas razones para que hagamos juntos los kilómetros que nos quedan hasta Villaharta - le contesto.
Su rostro se dulcifica, cambia esa mirada cautelosa y precavida, sonríe y relaja la expresión.
— Pues vamos - me responde.
Tres kilómetros para llegar a nuestro destino, tres kilómetros para dar cuenta de quiénes somos y qué buscamos. No conozco muchas ocasiones en las que dos desconocidos se encuentran sin prevenciones, no necesitan fingir, saben que son lo que son, se reconocen, peregrinos, nómadas, vagabundos; el mundo es nuestro hogar, los caminos son nuestra patria, somos ciudadanos de la misma condición. Andamos y nuestro pasaporte son los pasos de cada día.
Yolanda me cuenta que es de Hondarribia, vasca, un sello de identidad, esa mirada intensa y desafiante queda justificada. Esta mañana ha salido de Cerro Murriano, se queda en Villaharta, en el albergue municipal, quiere en principio llegar a Mérida, el tiempo la limita, los días para su viaje son contados para llegar a su meta.
— ¿Y luego? ¿Sigues a Santiago?
— No. Me gustaría llegar a Lisboa. Me atrae adentrarme en Portugal. Hace unos años - me confiesa— hice la ruta de Valencia a Lisboa, nos movíamos con tiendas de campaña, buscábamos sitios donde era posible acampar y seguíamos al día siguiente hasta nuestro siguiente objetivo.
Mientras habla sus brazos van dibujando figuras en el aire, sus manos parecen las de un director de orquesta que marca el compás de la sinfonía. Sigue el camino, cruzamos bajo un paso inferior a la carretera y al poco encontramos la siguiente fuente medicinal, la “Fuente de los malos pasos”, una caseta vallada con la fuente en su interior que bordea el camino, pero nosotros seguimos inmersos en nuestra conversación ajenos al paisaje, Yolanda sigue contando sus aventuras, su pasión por la fotografía. Me gusta escucharla, un espíritu vagabundo, apasionado, no le importa llegar a un lugar y no encontrar alojamiento, allí donde puede colocar su colchoneta para pernoctar está su casa para esa noche. Le impulsa esa curiosidad por conocer y descubrir, a dónde llegar no es una prioridad, siempre que se adentre en lo desconocido, en el ancho y misterioso mundo que nos rodea y a veces nos abraza. Presiento que busca la belleza, está convencida de que puede inmortalizarla con una cámara fotográfica. Tal vez lo consiga.
— ¿Puedo hacerte una fotografía? - me pregunta como un bandido de la sierra a una posible víctima que encuentra desprevenida.
— ¿Puedo hacerte yo una a ti?
Hasta Villaharta en su compañía hablamos, enfrascados en contarnos historias, anécdotas del camino, teorías sobre el arte de captar esa realidad cambiante que es la vida; parece que estamos en una burbuja, durante estos kilómetros solo tengo memoria de caminar por un tramo de asfalto, encontrar un desvío y luego emprender una subida, tomar un sendero que atraviesa una carretera, llegar a una pequeña explanada a modo de observatorio nocturno estelar y entrar al pueblo para toparnos con el ayuntamiento. Han sido tres kilómetros de conversación, no es una distancia, ni una medida en el tiempo, es un convencimiento de que el camino une almas solitarias. Mi alojamiento está en la “La Buhardilla”, el suyo en el albergue municipal. Llegamos al lugar en el que nuestros caminos divergen. Complicidad en los silencios, en la mirada y solo el consabido “Buen camino” lo expresa todo. ¡Buen camino vagabunda! ¡Ojalá recorras caminos ignorados que te hagan más sabia y menos prudente! ¿Coincidiremos mañana en la etapa? Me advierte que sale pronto, de madrugada, aprovecha las horas de templanza para ahorrar el calor de un sol que cada día es más inclemente.
— Igual me paso por el albergue para seguir nuestra charla.
— Ahí te espero, mallorquín.
— ¡Quizás ahí me encuentres hija de Hondarribia¡
Mi alojamiento es “La Buhardilla” y es lo mismo que decir Amparo, la dueña que me espera y me acoge. Una casa en la ladera del pueblo, con vistas magníficas sobre ese amplio valle por el que hemos llegado, rodeada de jardín, mi habitación está en la planta baja, de buen gusto, con una ventana generosa en la panorámica sobre la falda de la colina.
Se nota que Amparo es interiorista, cuida la decoración, hace que donde pongas la mirada encuentres un detalle, un mueble o una lámpara que parece que han sido hechas para ese rincón o para ese lugar, todo lo que ves te hace sentir como si estuvieras en tu casa, hay armonía. Me instalo en la terraza, un pastor alemán ronda a mi alrededor, me contempla con sus ojos nostálgicos, acostumbrados a ver pasar gente extraña que invade su territorio. Mientras escribo a la sombra de un parasol el perro se echa a mis pies, me acepta como animal de compañía, completa el cuadro de quietud de esta tarde, de este final de etapa.
Vuelve a mi mente Yolanda, más que peregrina presiento que ella pertenece a una estirpe particular, a la de los vagabundos. Me recuerda una frase de un libro icónico de viajes de Jack Kerouac, “En el camino”: dejo que la vida me lleve adónde quiera. Este libro que es como una Biblia para los viajeros, es una de las lecturas que han marcado mi vida, dejarse llevar como programa para un viaje es como desprogramar las seguridades que buscamos en nuestros desplazamientos, abrirse a lo que acontece, o a lo que surge. Queremos estar tan protegidos, tan seguros, tan amparados en alguna ley o alguna norma, que olvidamos el riesgo, las desavenencias, la vida misma que es una improvisación constante, una seguridad frágil en tus manos, a la que te aferras solo cuando renuncias a caminar en el filo de una navaja. Aunque reconozco que este programa no es para todos.
Desde mi habitación a la que he vuelto contemplo como a lo lejos un rojo encendido tiñe la sierra que se pierde en el horizonte, el sol como un dios vagabundo recorre su camino, acaba el día y me asalta una pregunta: ¿necesitan un destino nuestros pasos?