Volver, volver, volver. Córdoba.
“Pero, aun así, quiero y deseo todos los días marcharme ... y ver el día del regreso” (Odisea, Canto V)
Este es mi “Diario en el Camino”, la segunda parte del Camino Mozárabe que terminé en el mes de noviembre pasado desde Almería a Córdoba.
A modo de presentación. (Cabra, Albergue El Tren, 04/05/2025)
Me encuentro a dos etapas para llegar a Baena y terminar éste mi segundo camino Mozárabe. Hace hoy cuarenta días que salí de mi casa, llegué a Córdoba y reanudé el camino que en octubre pasado tuve que abandonar por mis dolores en la rodilla, mi talón de Aquiles. Ha sido como regresar a cobrar una deuda, o recuperar el honor por una ofensa sufrida, comencé con inquietud, con recelo, con miedo a que se repitiera lo que en las últimas etapas me obligó a que abandonara y volviese a casa, derrotado. La vida, si es algo, es un reto, y este regreso a Córdoba era el mío. Solo podía perder, pero eso era ganar.
Cuando empecé este camino, tenía la intención de enviar crónicas del día a día. Titulé esta nueva sección “Diario en el camino Mozárabe”. Adquirí un teclado inalámbrico y pensaba que podría publicarlas diariamente; una escritura fresca, sería un modo vivo, directo, de contar ésta mi historia, mi regreso, mi cotidiana realidad en el camino. Me equivoqué, caminar, escribir, buscar alojamiento, meditar los sucesos, no puede hacerse en vivo, en lo inmediato, sin descanso. No soy un corresponsal de prensa. Además, hay sobrados consejos a los escritores para que dejen que los sucesos que quieran narrar reposen, pasen por la criba de la memoria, queden fijos en el recuerdo y rescaten así lo que ha sido realmente importante. Incluso este preámbulo, que redacto antes de terminar el camino, puede ser pretencioso, falto de prespectiva para resumir todo este periplo. Las notas que he podido tomar, los textos que voy escribiendo en el camino serán el material de esta segunda entrega, revisados y ampliados convenientemente.
Quiero hacer algunas precisiones, para facilitar la comprensión del tono de los escritos que son este Diario del Camino Mozárabe II. Este camino ha sido un adentrarse en un vacío. Me explico, mis caminos a lo largo de todos mis años tenían un propósito, llegar a Santiago de Compostela, la meta de todo peregrino. En este Mozárabe II lo reduje y quise llegar a Mérida, para así cumplir mi deseo del octubre pasado que no pude completar. Una vez en Mérida, alumbró la idea de alargar estas jornadas, dirigirme a Sevilla, llevar a cabo el tramo en sentido inverso de la Vía de la Plata que realicé en octubre de hace cuatro años. El plan, seguir caminando en un camino ficticio que no ha querido llegar a ningún lugar. No es filosofía, es una realidad. Hace años que Santiago de Compostela, la meta de los peregrinos ha sido el motivo que ha dado impulso a mi esfuerzo. Santiago de Compostela no ha sido en esta ocasión mi destino; conseguido mi propósito al llegar a Mérida, me quedó una intuición, una pura voluntad de seguir sin rumbo, Sevilla solo era una orientación, una excusa para continuar. Pretendía algo sencillo, elemental y simple: solo caminar. Estar en modo nómada, formar parte de esa vida un poco salvaje y distópica que nos lleva a ser parte del Camino.
En ese itinerario aprendí que la meta de un peregrino no tiene por qué ser Santiago de Compostela, puede ser sencillamente el abandono en el día a día, tú y tu mochila, tú y los kilómetros que tienes por delante, tú y lo que en ese día acontezca. Solo plantearse llegar a un destino en la etapa y nada más. De hecho, desde Mérida a Sevilla fui un peregrino desnortado, mi camino me llevaba al sur, en sentido contrario que al resto de los peregrinos que iban hacia el norte. Fue una nueva experiencia, y fue divertido hacerles creer, cuando me cuestionaban mi orientación, que los equivocados eran ellos, tuve momentos de encuentro con peregrinos con los que acabábamos riéndonos de este malentendido.
Al llegar a Sevilla, recordando a Simone que añadió a su camino hasta Mérida el tramo de Málaga a Baena, pensé que también yo podía emular su logro, seguir sus huellas, completar el Mozárabe en esas etapas que hasta Baena se juntan con el otro Mozárabe, el que hicimos juntos desde Almería. Me inspiraban las fotos que durante aquellos días de noviembre me enviaba, de una belleza impresionante, de los paisajes, y los pueblos por los que pasaba. Además, volvía al Mozárabe, al origen de esta historia, a lo que más que un camino, era una nueva acogida.
Estas historias que voy a intentar narrar son historias de un vacío, de una soledad y de una superación. No sé qué interés pueda haber en escucharlas, en leerlas, pero lo que sí sé, es que necesito contarlas. Sobre todo, porque a lo largo de estos días, de este camino, de todos los sucesos, he conseguido enterrar mis miedos a no poder volver al Camino; a quitar de mi mente, como he estado creyendo estos últimos años, que todo había terminado, que mis días de peregrino se habían acabado. Tal vez este sea el único entierro en el que uno se alegra de asistir; yo lo he hecho.
En el Aeropuerto de Palma de Mallorca. Miércoles 26/03/25 (5:30 h)
Mi vuelo sale dentro de una hora aproximadamente, a las 6:45 h. He llegado pronto, demasiado pronto; el precio es la espera, larga y tediosa.
De camino en taxi al aeropuerto me despedía mentalmente de mi ciudad, el paseo marítimo, el edificio de Congresos, con sus ventanales acristalados como bocas abiertas que buscan la luz; el taxi circulaba por la autopista, en noche cerrada, sin estrellas, solo con el alumbrado de las farolas, amarillento y descolorido igual que la piel de un difunto. Mi pensamiento viaja en la memoria, hacia atrás, a mi primer trayecto desde Almería, van hacia Simone, llegan a todos los sitios y los momentos de aquellos días luminosos de caminos polvorientos, paisajes distintos, poblados de rostros, voces e imágenes que me acompañan.
He pasado los controles de seguridad y he facturado mi mochila, me encuentro en la sala de espera para el embarque. Empiezan a llegar los pasajeros, la sala se va llenando hasta que la llamada a embarcar suena en los altavoces inexorablemente, como una sentencia de un juez a un convicto, y acudimos en fila, obedientes y dóciles. Entre el grupo de pasajeros hay una familia que me llama la atención, un hombre de unos treinta años acompañado de tres mujeres, una de ellas parece la madre; las otras dos son jóvenes, todos ellos de luto riguroso. Contrastan con el resto de los viajeros, posiblemente regresan de un duelo de familia; la más joven de ellas parece una imagen en vivo de una virgen dolorosa de Semana Santa, los ojos enrojecidos del llanto, la tez blanca como la de un cirio, el cabello, algo despeinado, negro azabache que le llega hasta los hombros. Embarcan su dolor y suben al avión, se dirigen a sus asientos, una nota oscura en un mar de colores dispersos.
Subimos al autobús que nos espera al final de una rampa en un silencio roto por algún murmullo, alguna confidencia, el autobús nos lleva al pie de la escalera del avión, me tomo mi tiempo, dejó que todo el pasaje baje y emprenda la subida por la escalera, llegó el último, mi asiento me espera junto a la ventanilla.
Conozco bien este ritual de tener que tomar uno o varios transportes para llegar al comienzo del camino. Habito en una isla y esto siempre complica los desplazamientos, mi camino, en esta ocasión empieza en Córdoba. Según una tradición oral un poco imprecisa entre los peregrinos, el camino comienza cuando sales de tu casa, pero esto solo es una visión idílica y romántica, el camino empieza realmente, cuando llegas a tu destino, al inicio de la que va a ser la primera de muchas otras etapas que vendrán después. Y en algunos casos, como es el mío con un mar por en medio, hay que someterse a las leyes del viaje en diversos transportes.
Me siento inquieto por las expectativas de este recorrido desde Córdoba que no promete ser fácil, y además tengo la nostalgia de los días de mi primer Camino con Simone y otras entrañables compañías de las que disfruté, ahora intuyo un camino en solitario. Coincidiré con otros peregrinos, pero serán aves de paso, mis etapas son lo más cortas que me permiten encontrar alojamiento, en mi propósito de no exceder los límites de mis posibilidades.
En la estación de trenes de Santa Justa. Sevilla. (09:00 h)
De Palma a Sevilla el avión tarda algo más de una hora, he facturado la mochila, siempre me inquieta que la extravíen y hasta que no la veo sobre la cinta de equipajes me siento inquieto. Sé lo que es esperar la mochila y que no aparezca cuando ya todos los pasajeros han recogido sus equipajes. Mi primer Primitivo empezó así, y lo trastoca todo. Pero aparece entre maletas y otros bultos de equipajes, algo magullada, tiznada de polvo. Respiro aliviado, al menos en esto, hay un buen comienzo.
Un taxi me lleva a la estación de Santa Justa en el centro de Sevilla. Revivo mi última espera, la del pasado octubre, mi regreso derrotado, abandonando el juego, desistiendo de esa lucha contra el dolor. ¿Tiré demasiado pronto la toalla? ¿Me dejé llevar por el desánimo? Recuerdo el momento en que me recogió Joaquín, con su furgoneta y su perro Diógenes cerca de Castro del Río, cuando el dolor me sobrecogía. Me pregunté si esos kilómetros de la etapa que había hecho desde Baena serían los últimos kilómetros de mis caminos. Pasó fugaz la sensación o la sospecha de si este sería mi camino definitivo, el último, el que iba a cerrar estos diez años de descubrir la vida con una mochila en la espalda. También ahora siento un vértigo por este comienzo y por lo que me pueda deparar este nuevo camino. Soy como un funambulista que comienza su recorrido sobre una cuerda floja, un equilibrio que puede romperse en cualquier momento. Sea como sea hay que intentarlo.
Busco un rincón desde donde poder comprobar que a mi AVE le asignan una vía para el embarque, es todavía pronto, mi tren tiene la salida a las diez treinta, pero me llama la atención que un tren a Madrid que parte a las nueve tiene la salida cancelada y lo derivan a las doce y media. Hay también algunos trenes de cercanías que igualmente tienen la salida cancelada, algo no acaba de encajar, conocía por las noticias estos retrasos frecuentes últimamente en RENFE, pero no sospechaba que me iban a tocar a mí.
De pronto el rótulo que anuncia mi AVE me comunica que tiene un retraso de las 10:30 h a las 11:30 h; una hora que me hace deambular por la estación sin rumbo, perdido en esa masa confusa que busca un lugar para contemplar cómo pasa la vida y el tiempo. Cerca de las 11:00 h, otro comunicado que nos llega por los altavoces nos hace saber que el tren vuelve a tener otro atraso en el horario y se pasa la salida a las 12:20 h. Aunque lo más inquietante es que añade un comentario que considera la hora de salida solamente «estimada».
Finalmente, sobre las doce, los viajeros que esperan, como una muchedumbre silenciosa, se empiezan a agrupar frente al control de pasajeros. Ahora accedemos al control de seguridad, los escáneres nos aguardan con sus fauces abiertas que se tragan maletas y mochilas, el arco de seguridad activado tiene sus guardianes que vigilan el paso a quienes acceden al interior de los andenes, la maquinaria parece que se ha vuelto a poner en marcha.
Al fin subimos a los vagones, el que tengo asignado está ocupado a menos de la mitad de su capacidad, somos como hinchas de un equipo de fútbol que acaba de perder la final en un campeonato. Algunos pasajeros muestran su enfado y su preocupación, los enlaces a otros destinos que debían tomar en Madrid se ven alterados. Una joven en el asiento contiguo al mío ha perdido su enlace para llegar a Murcia donde tiene que dar una ponencia, es patente su nerviosismo y sus llamadas por teléfono son constante para rehacer unas combinaciones en su trayecto que le permitan llegar a tiempo. Sin embargo, el tren no parte, y sentados en nuestros asientos vemos como los minutos del reloj analógico al fondo del vagón pasan como una burla a nuestra presencia. En la pantalla informativa, hay un irónico mensaje “Welcome”.
Me entero por las noticias que estos retrasos son debidos a una huelga que se había suspendido, pero que justo hoy se ha reanudado. En ese momento hay un piquete de huelguistas que pasan como “hooligans” por uno de los andenes con sus banderas del sindicado reivindicativas. Su aparición contrasta con nuestro nerviosismo, parece que vaya a una fiesta, mientras que en el vagón donde nos encontramos la impaciencia crece por momentos, es como si nos hubiera tocado una lotería en la que los ganadores en lugar de obtener un premio, son castigados con esa espera que trunca nuestras expectativas de llegar a nuestros destinos a tiempo.
Con un brusco sobresalto, de pronto el tren emprende su salida, con casi cuatro horas de retraso. Víctimas de no se sabe qué manejos nos consolamos, o casi, porque los pasajeros que tengo en mi vagón están inquietos, intentando recomponer sus horarios para sus llegadas y para las conexiones con otros enlaces que tenían programados. También las inquietudes forman parte del Camino.
Córdoba. Plaza de la Corredera (18:00 h)
Regreso a Córdoba para reanudar el camino Mozárabe, vivo una película en modo rewind, rebobino y desando el mismo itinerario que hice en octubre, cuando abandoné a Simone, vuelvo a conectar con ese día de la despedida, me vuelve a asaltar la duda de si fue una huida. ¿Me asusté demasiado pronto? No lo sé, las últimas etapas se habían convertido en un desasosiego, una contrariedad de dolor persistente, ante el cual era incapaz de reaccionar.
Como aquel día, por la ventanilla del tren aparecen fugazmente los campos, las casas, las carreteras que corren paralelas a la vía, polígonos industriales… la vida corriente de cada día, mientras la mía acude a una cita conmigo mismo. A falta del traqueteo del tren, que avanza silencioso como un susurro, siento el latir de mi corazón que se agita con inquietud. Córdoba se acerca y con ella el nuevo desafío, me consta que habrá etapas difíciles en las que me tendré que superar.
Llego a la misma estación que dejé en octubre, la película sigue retrocediendo hacia el principio y el tren abre sus puertas para que los pasajeros puedan desembarcar, algunos con sus pesadas maletas, yo con mi mochila, que he procurado sea lo más ligera posible. Emprendo el mismo recorrido que hicimos con Simone, cuando tomamos el autobús desde Santa Cruz, el día después de las lluvias torrenciales, el recordado 29 de octubre, con los caminos impracticables por el agua y el barro. Cruzo la plaza de las Tres Culturas y me dirijo al parque del Duque de Rivas, desde ahí me oriento para llegar al que es mi punto de referencia y encontrar la Mezquita-Catedral, donde espero que me estampen el primero de mis sellos en mi nueva credencial. Córdoba aparece radiante, primaveral, rebosante de gente, colegiales, mendigos, turistas se cruzan a mi paso, las terrazas se encuentran repletas de clientes, bandadas de palomas vuelan en el cielo de la plaza de las Tendillas o se posan indecentes sobre la cabeza de la estatua del Gran Capitán. En las proximidades de la Mezquita-Catedral tengo que abrirme paso entre la muchedumbre que abarrota esas calles estrechas de patios y tabernas. Al entrar en el Patio de los Naranjos, el verde de los árboles es más luminoso que en el mes de octubre, parece que la luz enciende los colores y se refleja en el agua de las albercas. Tras una breve espera, llego a la taquilla y me sellan la credencial. El último de los sellos de la credencial de octubre tiene continuidad con este nuevo sello, en esta recién estrenada y nueva acreditación. Detrás de mí hay una pareja mayor que me observa curiosa, me dirijo a ellos para explicarles mi situación, mi regreso, mi ilusión por volver al punto donde lo dejé. Me siento eufórico, quizá demasiado agitado por este momento, me hago el propósito de moderar mi alegría que a simple vista no se comprende, o me hace parecer un exaltado. Siento que llevo a cabo una gesta propia de un superhéroe, y, bien mirado, solo soy un peregrino que regresa al camino y acaba de aterrizar en él. Espero contener este lado nostálgico, el camino Mozárabe en su segunda parte tiene que ser muy distinto, mis posibilidades de llevar a cabo las etapas que van a realizar los otros peregrinos no son las mías y sobre todo Simone no va a estar conmigo. Todo el camino de octubre giró en torno a ella, el ir juntos nos definía como algo peculiar y único, vivíamos una comunión que llegó al cabo de algunos días a una amistad y a un apoyarnos el uno al otro.
Es hora de llegar al hostal, “El Alcázar”, cerca de las Caballerizas Reales y del Alcázar de los Reyes Católicos, céntrico y asequible, me permite mañana empezar el camino casi prácticamente en el mismo punto en el que nos despedimos Simone y yo, enfrente de la Mezquita-Catedral, con la mirada puesta hacia el puente romano. Allí se rompió el hilo que nos mantenía desde Almería.
El “Hostal el Alcázar” es un edificio que se encuentra en la convergencia de dos calles, o de la misma calle que se dobla como una ele. Me recibe el propietario, un hombre mayor en una curiosa estancia, una sala a modo de recepción, que más bien parece un patio cubierto o una cacharrería con las paredes recargadas de platos decorativos y otros enseres realmente curiosos, podría perfectamente formar parte de un rastro. Al fondo hay unas dependencias que son la parte de vivienda que ocupan él y su hijo (aparece por el portal interior mientras su padre me está atendiendo cuando llegan unos italianos). Las habitaciones están en el piso superior y hay que subir una escalera pegada a la pared. Mi habitación tiene dos camas, una mesa bastante destartalada, un balcón con una verja que da a la calle y un cuarto de baño con la bomba del retrete que no ajusta y sigue rezumando. El plan es instalarse y salir a dar una vuelta para aprovechar las horas de la tarde que todavía me quedan, sin descartar que me pare en algún restaurante a comer algo, desde las galletas de esta mañana en la estación de trenes de Santa Justa, no ha entrado nada en mi estómago.
Sin el peso de la mochila, salgo ligero a recorrer esas calles que tantos recuerdos me traen, no solo por esa llegada en octubre, sino por la estancia de hace años con Carmen, mi mujer. Fue gracias a esos días que pude deslumbrar a Simone paseándola por la ciudad y mostrándole las maravillas que descubrí en mi primera estancia. Es obligado ir al puente romano, que estos días tenía alerta de desbordamiento por las lluvias de la semana pasada. De allí me propongo un paseo hasta la puerta de Almodóvar y entrar en el barrio judío, hasta la sinagoga que todavía tiene estucados de la época en que se celebraba culto. Córdoba es una ciudad que respira, tiene un aire particular, mezcla de culturas, las calles ya están perfumadas de azahar, vibra la luz y las sombras esconden secretos que se pierden en el tiempo. Me cobro una deuda del día de mi partida de Córdoba, el de mi regreso a Mallorca, ese día tenía prevista la visita a la plaza de la Corredera, no me dio tiempo y tuve que renunciar para llegar a puntual a la estación del tren. Ahora llego y descubro la plaza, un espacio abierto y circundado por galerías arqueadas; varias terrazas de los bares existentes tienen sus sillas y sus mesas, y sin un refinamiento propio de otras plazas céntricas, posee una elegancia que la honra, y la hace acogedora a la vez que humilde. Tomo asiento en una de las terrazas más recogidas, no muy lejos de mí hay una pica de agua con una fuente donde las palomas acuden a saciar su sed. Una pancarta colgada en uno de los balcones recuerda un bello poema de Wallada bint al-Mustakfi: “Cuando caiga la tarde, espera mi visita”. La tarde es un bostezo y una promesa de amor en esta plaza.


A pesar de ser miércoles el ambiente es festivo, parejas, familias, grupos de turistas; y sin que nadie repare en él, desapercibido en un rincón, un peregrino sentado bajo una sombrilla, tomando un té, con una libreta escribiendo los sucesos de su primer día de regreso al camino Mozárabe, el prólogo de una historia que justo acaba de empezar.
Bienvenido de nuevo al Camino.!!
Qué emocionantes son esos momentos previos al comienzo de un Camino :-)
Ultreia!